Artículo originalmente publicado por la Fundación Conversación y posteriormente publicado en el libro La pandemia nos encierra, nuestras mentes se abren. Vivencias de la comunidad universitaria durante la COVID-19 (Universidad Autónoma de Madrid, 2022, pp. 89-92 DESCARGAR EN PDF).
En esta fría y soleada mañana de septiembre el verano ha llegado oficialmente a su fin y queda inaugurado el otoño: un otoño incierto para un año de desconcierto. Con varios barrios de la capital semiconfinados y las cifras de contagios por Covid-19 en alza, conviene que volvamos los ojos hacia atrás, hacia esa primavera —casi surrealista y que, desde luego, pasará a los anales de la historia— en que todos vivimos encerrados durante semanas en nuestras casas. Nos conviene, digo, hacer este ejercicio de memoria y recordar (esto es, ‘volver a hacer pasar por el corazón’) lo ya vivido para afrontar el porvenir porque el hombre es por naturaleza un ser olvidadizo, de mente inconstante y cuya “alma […] en olvido está sumida”[1].
La primavera de este 2020 —esto quizá sea lo más difícil de olvidar— estuvo teñida por el dolor y los sufrimientos ocasionados por el virus en forma de muertes contadas por miles y de una angustia existencial que afectó a no poca parte de la población, así como por las dificultades en que se vieron miles de familias como consecuencia del confinamiento, la pandemia y la crisis económica de ellos derivada. Al mismo tiempo asistimos a un hecho no menos preocupante pero sí más propenso a ser olvidado: la polarización ideológica de la sociedad y la política españolas, el atrincheramiento de unos y otros en un pobre puñado de argumentos cada vez más simples y menos humanos, el deterioro del diálogo y de la búsqueda del bien común y, en fin, el escepticismo en lo concerniente a la polis que, como un fantasma, recorre España.
La pandemia, sin embargo, también tuvo un impacto positivo en quienes se dejaron afectar (golpear) y conmover (desplazar fuera de uno mismo) por la realidad: nos hizo despertar de ese letargo en el que nos hallábamos desde hacía tiempo, soñando que controlamos nuestro futuro y creyéndonos Homo Deus[2], y nos ha devuelto la conciencia —de largo acallada por el individualismo materialista— de nuestra naturaleza interdependiente, comunitaria e interdividual: necesitamos del otro para sobrevivir y para desarrollarnos en plenitud, tanto a nivel personal como a nivel social y político. Así, durante la primavera asistimos también al florecimiento de múltiples iniciativas de solidaridad, cooperación y ayuda mutua para responder, unidos, a la crisis sanitaria y económica. Mirando en los lugares adecuados —que nunca serán los medios de desinformación, incomunicación y enfrentamiento en manos del poder, sino aquellas realidades concretas, cotidianas y discretas de “la experiencia común” en las que emerge lo humano[3]—, podía verse una evolución desde un mirarse el ombligo hasta un caer en la cuenta de que el ombligo es el signo más evidente de que la vida nos ha sido dada para que, a su vez, nosotros la demos, y de que la vida es un regalo que se conserva y transmite mediante la lógica del don.
Entre las múltiples iniciativas sociales que florecieron durante la pasada primavera en las macetas de lo humano, se encuentra la actividad desarrollada por BOCATAS, un grupo de amigos o “tribu” —más que asociación u organización— que todos los viernes del año, desde 1996, sale por la tarde-noche a los lugares más desfavorecidos de Madrid (actualmente al poblado marginal de Cañada Real – Valdemingómez) a acompañar a los más “despreciados” de nuestra sociedad, compartiendo algo de cena, ropa y calor humano con aquellas personas que, esclavas de la droga y de las circunstancias y decisiones del pasado, malviven en ese infierno.
Cuentan en BOCATAS que en estos casi veinticinco años de amistad (una amistad porosa, permeable y heterogénea en la que tienen cabida estudiantes, menas, hombres de negocios, profesores, drogodependientes y chavales sin escolarizar del poblado), han comprobado que la vida es más vida cuando se da; que la estrechez de la vida adulta se torna en una anchurosa novedad y el corazón comienza a respirar cuando se introduce en ella el factor del servicio al otro, y que cualquier dimensión de la propia vida (el trabajo, la cultura, la política, las amistades, la familia, la relación amorosa, etc.) adquiere una frescura y un sabor nuevos cuando se deja espacio a la necesidad del otro (del prójimo, del vecino, del olvidado, del solo, del inmigrante, del pobre, etc.). A lo largo de todos estos años —dicen— han visto cómo sus vidas se han visto imprevisiblemente enriquecidas por la relación con los más “despreciados” y los menos “válidos” de la sociedad. Lo que les mueve, de hecho, no es el proyecto de acabar con determinados problemas sociales, sino la conciencia, adquirida en la experiencia de estos años, de que la vida es para darla y de que la caridad ensancha el corazón y es el remedio para el hastío y el yoísmo del ser humano contemporáneo.
Durante esta rara y larga primavera, en BOCATAS han vuelto a vivir esta experiencia de primera mano. Pronto vieron que como consecuencia del confinamiento había multitud de familias y personas que empezaban a experimentar serios apuros económicos, no pudiendo pagar el alquiler, hacer la compra o seguir las clases virtuales del colegio y la universidad, y decidieron responder juntos como pudiesen. Sin dejar de ir los viernes a la Cañada Real, lanzaron una campaña bajo el lema El Amor Vence Siempre y poco a poco empezaron a conseguir empresas donantes de alimentos y productos, personas que aportaban de su bolsillo lo que pudieran y voluntarios que se ofrecían a ayudar en el almacén, en toda la gestión de conseguir alimentos y, por supuesto, en el reparto a las familias. Pronto los números se dispararon: entre los meses de marzo y julio, con un equipo de más de cuatrocientos voluntarios, acompañaron a mil trescientas familias y a un total de casi cuatro mil seiscientas personas, visitándolas semanal o quincenalmente, llevándoles alimentos y otros bienes (productos de limpieza e higiene, electrodomésticos y muebles, juguetes, ropa, etc.), ayudándolas en la búsqueda de habitación, vivienda y empleos dignos y, sobre todo, ofreciéndoles una compañía y un abrazo humanos en unos tiempos de incertidumbre y desconfianza.
Mientras en los telediarios y redes sociales predominaba la crispación social, en BOCATAS han asistido al espectáculo de cientos de personas de todo tipo, condición, cultura, ideología, nacionalidad o religión que se han remangado los prejuicios para servir al otro, para ponerse al servicio de los más afectados por la crisis económica y para construir de la única manera posible: buscando el bien común y la unidad, no con abstracciones ni politiqueos de plató, sino con la acción concreta. En esta larga primavera, que se ha extendido de marzo a julio, han sido testigos de que en medio de un invierno humano y de un tronco seco siempre pueden nacer brotes verdes de humanidad: el individuo contemporáneo, tantas veces acusado de egoísmo, está realmente deseoso y ansioso de ayudar, de darse y de dedicar su tiempo y energías a servir al otro, y tan solo necesita encontrar ese espacio en el que poder hacerlo. Los hombres y mujeres de hoy están, aun sin saberlo, esperando que alguien les tienda la mano para salir de las angostas paredes del yo y abrirse al amplio espacio de encuentro con el otro y sus necesidades.
No, querido Joaquín, no es cierto que este año nos hayan robado el mes de abril. A quienes en esta primavera han guardado su traje gris y han sacado del cajón su corazón, descubriendo que éste está hecho para darse, para amar y para compartir con los otros las necesidades de la vida, a estos no se les ha robado el mes de abril; es más, sin lugar a dudas lo han ganado dándose gratuitamente a los demás, experimentando esa paradoja que está en las bases de nuestra civilización occidental: que quien guarda para sí mismo su vida, la pierde, mientras que quien la da y la ofrece, la gana. De esto, según nos cuentan, pueden dar fe los más de cuatrocientos voluntarios que han colaborado durante estos meses con BOCATAS, especialmente aquellos que han pasado días enteros en el almacén, descargando pallets, preparando miles de bolsas de fruta y verdura, clasificando bricks o, simplemente, dedicando sonrisas a los que por allí pasaban (¡y cuántos han sido los que pasaban por allí, que se asomaron con curiosidad y que desde entonces no se han despegado de BOCATAS!).
Esa vieja paradoja que está en las bases de nuestra Europa —la de que cuando uno se guarda la vida para sí mismo la acaba perdiendo mientras que cuando la da al otro, la gana con una plenitud cien veces mayor— necesita ser relanzada de nuevo al espacio público y propuesta a nuestros vecinos y conciudadanos. Hoy, más que nunca, la mayor aportación que podemos hacer para el futuro de Europa es precisamente fomentar espacios de servicio gratuito al otro; espacios en los que el individuo contemporáneo descubra que dándose al otro —dando parte de su tiempo, dinero, energías y afecto— recupera el ciento por uno en forma de una profunda alegría antes desconocida y de un corazón cambiado, más humano, menos de piedra y más de carne.
“El Amor Vence Siempre”. Lo que a principios de marzo, cuando el mundo entraba en pánico, fue una intuición, es ahora, tras estos meses, una certeza y, por tanto, una hoja de ruta para el curso que comenzamos: el amor —la caridad, el servicio al otro, el don de uno mismo compartiendo las necesidades de quien lo está pasando mal…— es lo único que vence siempre. Este amor del que hablamos vence las dificultades materiales y personales de quien sufre al tiempo que vence esa insatisfacción de fondo que arrastra el individuo contemporáneo que vive para sí mismo y que, teniéndolo todo, no encuentra paz; vence el escepticismo general que hay a la hora de mirar la realidad de la convivencia social y política a la vez que deshace las oposiciones ideológicas entre lo público y lo privado, la derecha y la izquierda, los de arriba y los de abajo…; vence el nihilismo que caracteriza la existencia del hombre de hoy, y vence, en fin, el miedo ante el futuro introduciendo una relación de confianza con la realidad y con el otro que nos susurra que la vida, aun con mascarilla, encierra una promesa de cumplimiento.
[1] Fray Luis de León, Oda III. A Francisco de Salinas. Los hombres son descritos por san Isidoro de Sevilla (m. 636) como “de mente inconstantes […], ansiosos de preocupaciones […], quejumbrosos ante la vida; rápidos en el tiempo, lentos para la sabiduría, veloces hacia la muerte; despojados del pasado, de presente escasos y del futuro inciertos” (Liber differentiarum II, 14,43). En la tradición islámica clásica, por otro lado, se hacían coincidir las etimologías de ‘ser humano’ y ‘olvidar’, a partir de una tradición que cuenta que Ibn ʾAbbās, tío de Mahoma, dijo que “el hombre [ʾinsān] fue llamado ʾinsān porque olvidó [nasiya]” (Ibn Kaṯīr, Tafsīr al-Qurʾān al-ʿAẓīm, 20:115). Acerca del olvido y del ser humano como animal obliviscens véase el ensayo de Harald Weinrich, Leteo. Arte y crítica del olvido, Madrid, Siruela, 1999.
[2] Yuval Noah Harari, Homo Deus. Breve historia del mañana, Barcelona, Debate, 2016.
[3] Escribe Jesús Montiel: “Este domingo he cometido un pecado gravísimo: a la hora de saber qué pasa en el mundo, me he fiado antes del periódico que de los árboles del barrio. Asomarse al periódico antes que a la ventana: así comienza el fin del mundo” (El amén de los árboles, Granada, Esdrújula Ediciones, 2019, p. 21).
Ignacio Cabello. Doctorando en Historia Medieval (UAM) y alumno del Programa de Formación Política de la Fundación Conversación.
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