UN VIERNES EN BOCATAS
En pocos minutos se llega en coche desde el centro de Madrid hasta la Cañada Real Galiana, pero parece que uno hubiera atravesado un túnel hacia un mundo lejano, primario, sin ley o, mejor dicho, con sus propias leyes. Un mundo donde todo se compra y se vende, y donde existe la esclavitud. Los esclavos son los drogodependientes, que entregan todo su dinero, su cuerpo, su alma, su vida y sus esperanzas a la droga y a los traficantes.
Cada viernes por la tarde-noche, en lugar de salir de fiesta –los más jóvenes– o de quedarse en casa descansando de la semana –los “menos jóvenes”–, una veintena de voluntarios de la Asociación Bocatas atraviesa este túnel de espacio y del tiempo, y planta su pequeña infraestructura en pleno centro de la Cañada Real, junto a una pequeña iglesia de ladrillo, para repartir comida caliente, bebida y algo de ropa a los toxicómanos que acuden en masa a este lugar para comprar droga.
Ignacio Rodríguez –Nachito–, Jesús de Alba –Chules– y Jorge Catalá fueron los que empezaron hace casi veinte años, allá por 1996, a repartir bocadillos y caldo caliente entre los mendigos que se refugiaban del frío en los bajos de Azca. Durante algunos años fueron a Las Barranquillas, poblado chabolista que funcionó como un auténtico hipermercado de la droga hasta su desmantelamiento. Desde hace varios años toda la actividad de venta de droga se ha trasladado a Valdemingómez, en el sector 6 de la Cañada Real. “Aquí encuentran más variedad y calidad”, nos explica Nacho mientras nos acercamos a la zona en su coche.
Por ser un antiguo lugar de paso para el ganado, calificado como suelo público, en la Cañada está prohibido construir, pero desde los años 60 muchos han levantado aquí su casa de forma ilegal. Los vecinos de esta improvisada ciudad lineal no pagan suelo, ni impuestos, ni luz. Los problemas empezaron cuando en la década de los 90 llegaron gitanos procedentes de otros poblados chabolistas, a los que se sumaron después muchos inmigrantes. Con ellos llegaron también las mafias de la droga e incluso las del comercio de armas. En la actualidad viven aquí unas 60.000 personas y la única calle que hace de eje comunicación es a todas horas un continuo ir y venir de camiones, furgonetas, coches de todas clases y viandantes. Todo ese flujo incesante se mueve a gran velocidad. Muchos vienen aquí a comprar droga.
“No hacen ascos a nada; muchos llevan varios días sin llevarse nada a la boca. Y sin embargo, casi todos dicen ‘por favor’ y ‘gracias’”
Los de Bocatas montan su chiringuito en 10 ó 15 minutos: una camioneta con la comida, unos fogones donde se calientan lentejas, alubias, pasta, carne o arroz; una mesa baja donde se preparan bocadillos, y una barra donde se sirve comida y bebida a los que vienen. En invierno, para combatir el frío y hacerse ver, encienden una hoguera, y cuando llueve, instalan una pequeña carpa. Con mano firme, una chica de pelo negro y baja estatura, lleva el control de todo lo que sale de la camioneta y da indicaciones sobre los alimentos que se pueden distribuir, cuándo y de qué manera. Se trata de Alicia, el pilar más sólido de la asociación; “sin ella no duraríamos ni dos meses”, dice Chules. Y es que Alicia se ocupa de toda la logística de Bocatas: recoge cada semana los alimentos que les dona el banco de Alimentos, carga y conduce la camioneta, se ocupa de que todo el material esté a punto, etc.
En cuanto está todo listo empiezan a llegar los drogodependientes, en una riada que no descansa. Vienen solos o en grupos de tres o cuatro, con paso decidido. Se mueven rápido, con ansiedad. Se llevan todo lo que pueden: paquetes de pan de molde, galletas, leche, cacao, natillas, lentejas, tarta, gaseosa, etc. Se diría que tienen tres o cuatro brazos para agarrar todo. No hacen ascos a nada; muchos llevan varios días sin llevarse nada a la boca. Y sin embargo, casi todos dicen “por favor” y “gracias”. Miran con sus ojos anhelantes y les da vergüenza extender sus manos sucias, negras, ásperas, llenas de callos. “Dámelo por favor, que no quiero meter la mano”. Curiosamente, hay bastante orden en todo este trasiego. Tan solo se produce alguna que otra pequeña discusión sin importancia. A veces entre ellos se pelean por conseguir la última camiseta; y a veces alguno que va demasiado puesto se pone chulito alzando la voz contra los de Bocatas y son los propios drogadictos que hay en ese momento los que le recriminan su comportamiento, llegando alguna vez a las manos para evitar un enfrentamiento contra los que van a ayudarles.
“Es increíble que estéis aquí. A los drogadictos nadie nos mira, somos lo último, la escoria. A un alcohólico se le perdona, incluso a los presos… pero a los drogadictos es muy difícil que se nos perdone”
No hay un prototipo de toxicómano. Vienen de todas las extracciones sociales, de distintos países y razas, en vehículos destartalados o en coches de lujo, harapientos o bien vestidos, algunos con un gran deterioro físico, casi cadavéricos, y otros muy enteros, como si estuvieran empezando a engancharse. Un colectivo humano variopinto con tan solo dos cosas en común: la adicción a las drogas y el haber perdido todo, absolutamente todo, en su vida. Llama la atención la gran cantidad de chicas que vienen. Jóvenes, con vistosos abrigos y botas, peinadas y maquilladas. ¿Cómo es posible que todavía se maquillen habiendo llegado a este nivel de degradación humana?, nos preguntamos. Los de Bocatas nos sacan de dudas: muchas se dedican a la prostitución.
En una bicicleta desvencijada viene Juancho. Es un machaca, es decir, pasa más de 14 horas al día vigilando la puerta de una chabola donde se vende droga. A cambio, sólo le dan unos gramos de heroína o de coca. A Juancho le gusta exponer sus dudosas teorías sobre la conjunción de los planetas y la inminente llegada del fin del mundo.
También Santi es machaca. Al igual que Juancho es canijo y escuálido. Resulta imposible adivinar su edad. Los dos tienen rostros marcados por la droga y el hambre: los ojos saltones, muchos huecos en su dentadura y los pómulos muy pronunciados. Les gusta pasar un rato largo charlando con los de Bocatas. Santiago se acerca y dice: “Es increíble que estéis aquí. A los drogadictos nadie nos mira, somos lo último, la escoria. A un alcohólico se le perdona, incluso a los presos… yo estuve varios años en la cárcel, donde aprendí a leer, pero a los drogadictos es muy difícil que se nos perdone”. Santi conoció la Cañada Real porque trabajaba en una empresa de la zona. En aquel momento llevaba cinco años sin consumir droga. Tenía novia y estaba muy ilusionado. Un día pensó: “me voy a dar un homenaje” y se acercó a pillar. A partir de entonces las cosas se complicaron, su novia le dejó y cada vez tenía más necesidad de droga. Perdió el trabajo. “Ahora la droga es mi trabajo, mi vida, mi mundo de relaciones”, dice, y, tras una pausa, añade: “No sé si saldré de ésta, pero me gustaría hacer una cosa, si alguien me ayudara quiero escribir un libro sobre la vida dentro de la Cañada”.
También Gregory nos cuenta su drama, sorprendido de que haya quien esté dispuesto a escucharle. Era sargento del ejército ruso y fue destinado a la guerra de Chechenia, la más larga y absurda. Allí se enganchó a la heroína. Vino a España hace siete años tratando de labrarse un futuro mejor, se casó y tuvo una hija. Pero una denuncia falsa de su mujer por malos tratos, que después fue retirada, le obligó a estar dos meses alejado de su familia. En ese tiempo recayó en la droga.
Víctor y su mujer se han apostado en el lado izquierdo de la mesa. Van pidiendo una cosa, luego otra, luego otra… Al final han juntado una caja entera llena de comida. En la mirada de Víctor todavía hay ilusión: “Vamos a tener un hijo y ahora nos han dado un piso; para mí es un aliciente, pero no me dan trabajo por culpa de mi aspecto”.
Otro joven, flaco y sucio, se queda mirando las lentejas, la paella y las alubias: “¿Hay algo que no lleve cerdo?”, pregunta. A pesar de tener mucha hambre, este marroquí lleva a rajatabla la observancia de las reglas islámicas. Al final se las apaña con un buen trozo de tarta. Entre los voluntarios de Bocatas hay también algunos muchachos musulmanes. Son alumnos de Nachito, que es profesor de instituto en el barrio de La Ventilla, junto a Plaza Castilla. Muchos de los voluntarios que se han ido uniendo a Bocatas lo han hecho en respuesta a la invitación que el lanza año tras año en sus clases. Fátima, una de sus alumnas, incluso ha animado a su madre a venir.
Acuden todos los viernes. No parecen cansarse de estar entre los fogones…. ¿Qué encontrarán aquí?
“Sólo te llevas eso?”, le preguntamos a Vanesa, una chica de 23 años, de pelo negro rizado, delgada, resuelta, vivaz, de penetrantes y brillantes ojos oscuros. “Puedes coger más comida”, le decimos. “No –responde–, la dejo para otros, porque hoy he comido fenomenal. He estado en el comedor de las monjas de Alvarado. ¡Vaya comilona! Te tratan muy bien, tienen buffet y puedes repetir, con unas ensaladas buenísimas, y todo limpísimo…”. Resulta increíble que alguien con tanta vida en la mirada esté enganchada a la droga. “Vengo a pillar”, confiesa. “La vida de la calle te lleva a esto. He pasado mi infancia en centros de menores; no conocí a mis padres; era rebelde, no estudiaba y me escapaba. A los 18 años cuando te echan del centro no tienes adónde ir… Empecé a vivir en la calle, vendo ropa que ‘pido prestada’ en las tiendas. La vida de la calle es un infierno, no se puede soportar tener que pensar dónde dormir, qué te pasará hoy, qué vas a comer… la droga hace que tus problemas desaparezcan por un tiempo. Pero, ¿sabes? Yo ahora me arrepiento de no haber estudiado… algún día me gustaría estudiar”. ¿Estudiar qué? “No sé… algo de niños, de estar con los niños”. Se oye una voz a lo lejos. “Me tengo que ir –dice–. ¿Vais a estar aquí más días?”. Sólo le da tiempo a oír la respuesta: “Sí, todos los viernes”.
“Ese corro en torno al fuego es un lugar de esperanza en medio de la desesperación; un lugar de gratuidad en medio de un mundo en el que todo tiene un precio, hasta la dignidad humana”
De pronto, cuando llevamos un par de horas repartiendo comida, todos hacen un corro en torno al fuego. Las llamas serpentean tratando de alcanzar el cielo, pero el frío es penetrante y logra entumecer manos y pies. Jesús de Alba nos recuerda que el cuidado y la ternura por los otros sólo puede nacer de un cuidado y una ternura por uno mismo, y todos juntos rezaron el Ángelus. En ese momento, los toxicómanos interrumpen su ir y venir y se quedan parados esperando con respeto a que termine el momento de oración. Algunos, incluso, se acuerdan del Ave María que les enseñaron cuando eran niños, y rezan junto a los de Bocatas. ¡Qué misterio tan sobrecogedor ver a un drogadicto que lo ha perdido todo unirse en la oración a un grupo de personas a las que prácticamente desconoce!
Ese corro en torno al fuego es un lugar de esperanza en medio de la desesperación; un lugar de gratuidad en medio de un mundo en el que todo tiene un precio, hasta la dignidad humana. Para algunas personas no pasa inadvertido. Así fue para Hadair, una chica marroquí, bella y esbelta, que un día detuvo su Audi frente a los de Bocatas. Haidar se bajó del coche y les preguntó si realmente estaban dando comida gratis a la gente. Ella se había desenganchado de la droga hacía un año y medio. Algunas veces venía a La Cañada ella sola para ayudar y regalar comida a quienes están pasando por el mismo infierno del que ella salió. “Ahora que os he conocido, prefiero hacerlo con vosotros”, dijo, y se puso a trabajar con ellos.
“Son la joya de la corona de Bocatas, felizmente salidos del infierno y luchando como jabatos para reintegrarse de modo normal a nuestra sociedad”
A través de la relación con la gente de Bocatas, algunas vidas han pasado de la desesperación a la esperanza. Es lo que ha sucedido con Jesús –Sandokan– y Magdalena, que conocieron a Bocatas hace muchos años, cuando se pinchaban en Las Barranquillas. Después de muchas peripecias y de ser rescatados una y otra vez por los bocateros, tomaron la decisión de dejar la heroína. Con los años este pequeño grupo de amigos ex-toxicómanos ha ido creciendo: Sandokan, Magdalena, el Juli, Sebas, el Meji, Harry Potter, alguno en la cárcel pagando robos y mala vida, etc. La nota común: son nuestros amigos. Son la joya de la corona de Bocatas, felizmente salidos del infierno y luchando como jabatos para reintegrarse de modo normal a nuestra sociedad. Un gran tesoro, el gran tesoro para nosotros como grupo de amigos.
Jesús de Alba nos cuenta también el caso de Ángel, un joven que conocieron en Las Barranquillas. Tenía trabajo como cartero y todo le iba bien, pero empezó a aficionarse a la cocaína. Un día se acercó a los de Bocatas y les confesó que estaba yendo demasiado lejos con la droga, que se le estaba escapando de las manos. “Todos somos débiles –le respondió Chules–; nosotros también somos débiles, pero estamos juntos. No debes estar solo. Déjate acompañar”. Una semana después volvió y le dijo a Jesús: “He soñado contigo”, y después desapareció. No le volvieron a ver hasta dos años y medio después. Ángel les había estado buscando en Las Barranquillas, sin saber que Bocatas se había trasladado a la Cañada. Cuando se enteró de su nueva ubicación, se presentó allí ante Jesús y le espetó: “Tú no te acuerdas de mí, ¿a que no?”. Con una sonrisa serena, Jesús le contestó sin dudar: “Sí. Tú eres Ángel”. “Tú no te acuerdas de mí” es lo que le dijo también una mujer por la calle a Joaquín, otro de los voluntarios. Ante su vacilación, ella respondió resuelta: “Pues yo sí me acuerdo de ti. Tú me has dado de cenar muchas veces. Gracias a vosotros he dejado la droga”.
“Bocatas es un lugar donde uno aprende lo que es la vida. Aquí se nos reclama a vivir la vida de modo profundo”
Los de Bocatas insisten una y otra vez en la misma idea: “No nos movemos por el resultado, sino por un amor”. Es esta forma de amar la que aprenden cada viernes los bocateros. A Jimmy Page, por ejemplo, le cambia la manera de tratar a su jefe y a sus compañeros de trabajo. “El lunes pasado mi jefe tenía una reunión videoconferencia que se alargó mucho. Llegó la hora de comer y todos nos pusimos a comer… yo veía a mi jefe medito en la sala, con cara de cansancio, y se me ocurrió coger un poco de lo que había en la mesa y acercarle un plato y algo de beber por si le apetecía. Mis compañeros me miraron como ‘este es un pelota’. Pero a mí no se me pasó por la cabeza complacer a mi jefe, simplemente me moví de la misma manera que hago con mis amigos todos los viernes en Bocatas: respondiendo a una necesidad de la persona que tienes delante, sin medir”. Jaime también se unió a Bocatas cuando era alumno de Nacho. Cuando terminó el Bachillerato, decidió seguirle y estar con él, “porque era el que más me quería y con el que yo estaba realmente a gusto”. Sólo puede tratar y querer así a otros quien ya ha sido tratado y querido así.
¿Qué es lo que hace que los bocateros vengan aquí cada viernes llenos de deseo? Lo explica bien Jesús de Alba: “Lo que hemos aprendido es que Bocatas es un lugar donde uno aprende lo que es la vida. Aquí se nos reclama a vivir la vida de modo profundo. El mundo no se divide en ricos y pobres, sino en gente que busca insistentemente una respuesta y gente que no. El corazón del hombre tiene un grito y un deseo infinitos; este deseo del corazón sólo lo llena Cristo. Sin estructura o preparación, nos fuimos a verificar esto con los pobres y hemos descubierto que lo que necesita el hombre no es sólo un bocata”.
Nos despedimos de los bocateros y nos vamos seguros de haber aprendido un poco más qué es la caridad, algo que va mucho más allá de la justicia. Como dijo el Cardenal Roger Etchegaray en una homilía en 2013, «la caridad requiere justicia pero va más allá: el leproso tiene derecho a ser atendido, pero no tiene derecho al beso de san Francisco de Asís y, sin embargo, lo necesita igualmente» (enlace). Los cuidados son la justicia, pero el beso es algo más de lo que el hombre tiene necesidad, es la caridad.