Ayer, al llegar al poblado, nos dijeron que la noche del jueves había muerto en el hospital nuestro amigo Nano.

Lo conocimos hace ocho o nueve años. Llegó al poblado en traje y zapatos. Pensé: «mira, uno que se acaba de enganchar; se habrá quedado sin trabajo o sin mujer y aquí ha acabado; pobrecillo». Luego nos enteramos de que estaba recién salido del talego.

Cada semana su aspecto iba empeorando: el traje cada vez más sucio, la barba cada vez más larga, el rostro cada vez más enjuto, etc. En él, que acababa de llegar, era evidente, más que en ninguno otro, el poder destructivo de la droga y de la vida del poblado.

En seguida percibimos que era un tío diferente, un hombre de una sola pieza. Poco a poco se fue ganando nuestra confianza, y nosotros la suya. Entre el resto de drogadictos, el Nano tenía una cierta autoridad; no esa —falsa— que se tiene por la fuerza, la violencia y el temor que se impone sobre los demás, sino aquella que uno se gana por su buen talante y su buen hacer. Los drogadictos confiaban en él, y nosotros también. Siempre que un viernes nos sobraba comida y era hora de irnos, nos acercábamos a su chabolo y se lo dejábamos ahí.

—¡Nano!
Sí, ¿qué pasa?
Soy Cabello, de Bocatas. Nos han sobrado tuppers con comida y natillas. Te lo dejo aquí fuera, ¿vale?
—Vale, muchas gracias, chavales, ya me encargo yo de repartirlo aquí.

Hace unos cuantos años llegó un viernes con un colgante con forma de elefante de marfil. Una voluntaria que estaba atendiéndole en la barra le dijo lo bonito que era. Al cabo de un rato vino con el elefante y una cadenita limpia -no el cordón que antes llevaba al cuello, sino una cadena nueva- y se lo regaló.

Incluso los gitanos confiaban plenamente en él. Durante un tiempo se encargó de cuidar y criar al perro del Iván. Fue él quien ayer me contó, visiblemente apenado, que el Nano había muerto: «Qué pena, macho, de verdá. Qué bueno era. Era un buen tío. Qué pena, de verdá». «¿A que sí?» —añadía como queriendo que le confirmase que ese extraño sentimiento de pérdida era justo—.

La verdad es que siempre tuvimos un trato especial con él y, a decir verdad, yo siempre he sentido un extraño afecto por él. Extraño porque era un hombre poco expresivo, de pocas palabras y no demasiado afectivo. Otros, como el Portu o Santi, nunca se van sin darnos un abrazo. Al Nano le bastaban un apretón de manos y una palmada en la espalda. Sin embargo, como digo, siempre sentí un afecto especial por él; un afecto al que no encuentro explicación. Un afecto como el descrito por Graham Greene en El revés de la trama:

«Allí nadie podía hablar nunca de un paraíso en la tierra. El paraíso se mantenía rígidamente en su sitio, al otro lado de la muerte, y a este lado florecían las injusticias, las crueldades, la mezquindad que en otras partes se silenciaban tan astutamente. Allí se podía amar a los seres humanos casi del mismo modo que los amaba Dios, conociendo lo peor: no se amaba una pose, un vestido bonito, un sentimiento artificiosamente exhibido. Sintió un afecto repentino por Yusef».

Este verano me quedé un rato hablando con él. Le conté cuánto me había impresionado verle la primera vez que llegó, en traje, y cómo siempre le había admirado. Esta vez me contó la parte de la historia que yo no sabía. Aquella vez que le vi llegar, efectivamente, estaba recién salido de la cárcel, donde había pasado una larga temporada entre barrotes. No mucho tiempo antes de salir habían ido a verle sus padres y una hermana. Volviendo a Madrid, un camión los arrolló y los dejó sin vida. Aquel viernes que llegó al poblado en traje venía —según me contó él mismo— con la intención de quitarse la vida; si no de golpe, sí poco a poco: venía al poblado a dejarse morir, pues la vida ya no podía ofrecerle nada y tampoco él podía ofrecer nada a nadie.

El buen Dios, sin embargo, quiso mantenerlo vivo varios años más. Años en los que, si bien no han estado exentos para él de las muchas penurias del poblado, se nos ha regalado el conocerle y la relación con él. Sólo Dios conocía su plan con Nano; solo Él sabía cuándo, cómo y para qué. Yo solo sé que lo conocí aquel viernes, compartiendo con él la cena y que para mí ha sido un regalo que Nano formase parte, viernes a viernes, de mi historia durante este tiempo.

El jueves 30 de septiembre era su cumpleaños (cumplía 57, creo recordar). Me lo había apuntado en Google Calendar para llevarle una tarta ese viernes y celebrarlo allí con toda la tribu bocatera. No ha podido ser. Ahora será él el que, cuando nos toque reunirnos con él en la casa del Padre, nos esté esperando, al otro lado de la mesa, con un banquete preparado. Quel giorno si farà una grande festa.

20/9/2021

PD: quien quiera puede dejar en los comentarios su recuerdo personal para el Nano

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