Al Cristo real y presente, ni se le ve, ni se le espera. Es más, molesta porque no se puede manipular
La lectura de un libro de Balthasar y el encuentro en Barcelona, un lunes por la noche, con unos viejos amigos a los que fui a visitar en nombre de lo más bello de este mundo, Cristo, me ha hecho pensar de nuevo en el método original que Dios ha elegido para manifestarse en el mundo y sus consecuencias.
El texto hace referencia al modo en el que se encuentra Dios con el hombre: «El hombre quiere subir, pero la Palabra quiere descender. De este modo ambos se encuentran, a medio camino, en el centro, en el lugar del mediador».
Esta experiencia de encuentro y fascinación es común a todos los cristianos. Todo el que habla de su historia (testimonio) cuenta este mismo insuperable atractivo donde fue fácil decir sí y seguir.
Pero es como si hubiera una cara B o segunda parte en todo esto. Continúa Balthasar: «Pero se cruzarán, como se cruzan las espadas; sus voluntades son opuestas. Dios y el hombre se relacionan entre sí de manera muy diferente a como lo hace el varón y la mujer; no es que ambos se complementen. Y no se puede decir que Dios necesita el vacío para mostrar su plenitud, como el hombre necesita de la plenitud, para alimentar su vacío; o que Dios necesita descender para que el hombre suba».
En el encuentro en Barcelona con estos amigos, todos teníamos ganas de retomar la vida, la belleza, la frescura del inicio y el atractivo insuperable que, nadie todavía sabe exactamente por qué, fuimos perdiendo con el paso de los años.
La grandísima tentación de los cristianos es que, aun viviendo un encuentro inicial y siendo totalmente verdadera la experiencia original, no acabamos de entender la dinámica de lo divino y, casi sin quererlo, sustituimos a Dios y su potencia por la nuestra. Caemos en el gran equívoco de que, como Dios nos ha hecho ascender tanto en el encuentro con Él, somos nosotros ahora la potencia y el centro de lo humano. Dios me ha visitado a mí, de una forma histórica concreta e inolvidable.
Cuando nos ponemos en esa situación de ser centro y ombligo de nuestra existencia, pasamos de ser testimonio, es decir, ejemplo de relación de Dios con el mundo, a ser infierno, es decir, expresión del egoísmo del hombre. Sin embargo, en aquellas experiencias cristianas donde la persona sigue considerando a Dios el centro de la vida y el generador y creador de la existencia, la frescura y lo humano crece sin frontera ninguna.
Concluye el fragmento de Balthasar: «Si la mediación fuera esto, entonces el hombre habría engullido dentro de sí el amor de Dios, pero como alimento e incremento de su impulso apasionado, su voluntad de poder se hubiera apoderado finalmente de Dios, y de este modo la Palabra hubiera sido sofocada y las tinieblas no la hubieran comprendido».
¿Consecuencia? «Y las cosas últimas del hombre serían peores que las primeras, pues hubiera incluido en el círculo de su yo, no sólo a sus semejantes, sino al creador mismo y lo hubiera reducido a instrumento de su anhelo egoísta».
Una misma experiencia histórica puede pasar de ser el Paraíso al mismísimo infierno, solo por la posición del corazón. Este factor fundamental es lo que podríamos resumir con la palabra moralidad. Por mucho que uno diga de palabra que esto nunca le ha pasado y que sigue siempre a Dios a lo San Pedro (“yo siempre te seguiré”) si se ve en la vida incapaz de seguir otras experiencias más que la suya propia o al máximo las que Dios ha permitido que se generen a través suyo, no será creíble y, con el mero paso del tiempo, esa experiencia inevitablemente irá a menos hasta desaparecer porque ya no será expresión de lo divino sino una medida más de lo humano, incapaz entonces de satisfacer el deseo de infinito. Ya no es el atractivo de Cristo el que genera y a aparecen en su lugar todas las “técnicas” de manipulación, presión, y abuso para intentar mantener el grupo unido. ¿Y Cristo? Al Cristo real y presente, ni se le ve, ni se le espera. Es más, molesta porque no se puede manipular.
Tanto la experiencia cristiana como anhelo egoísta, como la increíble expansión de lo humano a través del cristianismo, la hemos visto muchísimas veces a lo largo de la preciosa historia de la Iglesia.
El Papa, gran sabedor de esta dinámica, lleva años denunciando esto contra viento y marea, incluso a riesgo de quedarse solo. Cuánto más increíble es la historia de Dios en la vida, más grande es también la tentación.
Gracias Santidad por no cejar en este empeño y dejar que la experiencia de Iglesia, en lugar de convertirse en un infierno, siga siendo la fiesta de lo humano.
Mis amigos catalanes y yo tenemos ganas de retomar el método correcto: una amistad con los ojos totalmente puestos en Cristo más allá (mucho más allá) de nuestras opiniones y experiencias del pasado.
Santo Padre, Dios le bendiga.
Publicado originalmente por Chules en La Voz de Córdoba el 7/7/2022