Uno de los actos que más me ha impresionado y de los que más he aprendido sobre el mundo de hoy, en el siempre increíble Meeting de Rímini, ha sido el encuentro sobre el nihilismo. La intervención clarividente del profesor Umberto Galimberti señalaba como punto central del nihilismo el paso de una concepción del tiempo futuro como promesa y, por tanto, positivo, a una en la que el futuro es pura incertidumbre, cuando no directamente una amenaza. Esto ha sucedido, según él, como consecuencia de la desaparición de la cultura cristiana, en la que el futuro es el tiempo de la salvación y es, por tanto, bueno, y de la expansión del nihilismo, en el que el tiempo no es más que una mera sucesión de instantes sin sentido. Basta mirar cómo la juventud vive tantas veces en el mero presente sin perspectiva alguna de futuro, en esa sucesión de instantes vividos sin sentido.
Sin ninguna duda, estas dos posiciones vitales se han puesto sobre el tapete de una manera clarísima en esta pandemia de COVID-19. Miedo ante un futuro amenazante o confianza en un futuro donde se pueden resolver los problemas. Una de las cosas más impresionantes de la Iglesia y del cristianismo es que no está en este mundo para resolver los problemas concretos. Lo que hacen ante todo es colocarnos en la posición de corazón óptima para poder enfrentarlos y responderlos. Don Giussani, en su famoso libro El sentido religioso, llamaba a esta posición del corazón moralidad: “Estamos hablando de ese tipo de objetos que ponen a nuestra persona en juego a la búsqueda del significado de sí misma, de ese tipo de objetos que se nos presentan con la pretensión de tener un significado para nuestra persona: el problema del destino, el problema afectivo y el problema político me parecen las tres categorías en las que se puede resumir este tipo de objetos del conocimiento” (Madrid, Encuentro, 2008, pp. 46-47).
Miedo o confianza. Nihilismo o cristianismo. Ambos con mascarilla, por supuesto, pero ¡qué diferencias brotan de estas dos actitudes hacia el futuro!
Dos ejemplos concretos:
Uno. El pasado mes de julio recogí en el coche a una amiga con cáncer terminal. Le acababa de salir un nuevo nódulo cancerígeno. Nada mas entrar me espetó si yo no tenía miedo a morir, a no volver a ver a la familia, a los amigos, a las cosas que más quiere uno.
Le dije —y fue una de esas veces en que notas que lo que dices es más grande que tú mismo—, que la vida consiste en buscar un Tesoro (Mt 13,44-46) que vale más que la vida misma, más que todas sus riquezas, padres, madres, familia o amigos, y que por ese Tesoro merecía la pena dejarlo todo e ir a por él. Le dije que ambos teníamos el mismo trabajo, si bien ella estaba en mejor posición que yo, porque en su condición no podía distraerse con los dineros, el orgullo o el poder, sino que cada día podía entrar a la conquista de este Tesoro. En cualquier caso, ambos tenemos el mismo trabajo diario.
Dos. El otro día me enviaron una carta de la hija de un amigo, que, acabado el instituto y antes de comenzar la universidad, se va un año de misión a Filipinas a una zona muy pobre y pantanosa. ¡Con la que está cayendo! ¿Es razonable? Son preguntas que se responden de un modo u el contrario dependiendo del criterio “moral” con el que los miremos: ¿encierra el futuro una promesa de cumplimiento de lo humano sin igual, o es solo una amenaza de la que defenderse? Ante estos grandes criterios de la moralidad, todos nos hemos retratado.
Todos necesitamos sitios donde se nos recuerden estos criterios. Que existe este Tesoro. Como en el Meeting. Esto es la Iglesia
Jesús de Alba (publicado en Páginas Digital)