Salimos a eso de las 21 horas en mi coche desde la Parroquia de Santo Tomás rumbo a la Cañada Real. Íbamos tres, entre ellos mi guía en aquella noche, una persona excepcional a quien triplicaba yo la edad. En poco tiempo dejamos la A-3 siguiendo algunas indicaciones hacia Valdemingómez, y luego de algún vericueto por las vías adyacentes mi copiloto señaló un hueco en el murete de la izquierda por el que había que introducirse para dar con un camino de tierra sembrado de baches. Entrábamos así al sector 6. Enseguida vimos la cruz de la Iglesia de Santo Domingo de la Calzada a nuestra izquierda, junto a un punto de luz que resultó ser un foco sobre la furgoneta de Bocatas. Una fila de coches aparcados en batería dejaba un hueco cercano donde pude encajar el mío.

Los voluntarios de Bocatas habían desplegado ya junto a la furgoneta una hilera de mesas cubiertas con alimentos, y lo habían hecho con una celeridad sorprendente ya que no se nos podían haber adelantado mucho más de 10 minutos. Yogures, bocadillos, zumos, lácteos, y el prominente perolo con un guiso de patatas caliente – y de excelente sabor magrebí- que se había cocinado por la tarde en la parroquia con la contribución de mi chica, de nuestra conocida Ana (sorprendentemente encontrada por allí con un dedo rebañado) y de otros muchos habituales. En perpendicular al “buffet” de la comida, otras mesas ofrecían todo tipo de ropa donada. En medio un voluntario administraba una caja con mantas, defendiéndolas del pillaje no sin dificultades. Varias hogueras alumbraban el lugar, la más cercana a unos diez metros de la furgoneta, junto a la Iglesia cuyo muro parcialmente quemado dejaba testimonio de una lucha reciente entre familias del poblado. Una tienda de campaña indefinible hacía triángulo. Otra hoguera alumbraba enfrente a unos cuarenta metros y otra más hacia el fondo de la escena, en la negrura de lo que debía ser el cogollo de chabolas, de las que sólo se adivinaban algunas siluetas entre otras luces puntuales y aisladas. Entre las personas que allí nos concentrábamos avispeaban varios chicos en su mayoría gitanos montando bulla sobre bicicletas que derrapaban a escasos centímetros de nosotros, o correteando por el mismo tejado de la iglesia desde el que lanzaban en alguna ocasión objetos indeterminados contra el suelo que al estallar creaban una alarma puntual. El tenso ambiente que se respiraba, frío y oscuro sólo unos pocos metros más allá de este pequeño bullicio, hubiera hecho comprensible cualquier incidente en cualquier momento. De hecho, nadie se sorprendió al escuchar un fuerte silbido de bengala y ver salir un humo denso del interior de un automóvil que bien podría haber ardido completamente. Tampoco nos sobresaltaron las collejas que se llevó uno de aquellos revoltosos chavales convenientemente vapuleado en legítima defensa por un gitano grande de los nuestros, ni sus gritos de indignación mientras se alejaba ofendido para volver peligrosamente enrabietado. Completaban el paisaje los coches que de cuando en cuando entraban y salían del poblado con aire siniestro.

Pero lo verdaderamente sobrecogedor de estar allí fue percibir la llegada intermitente de todos aquellos yonquis destruidos. Famélicos y desdentados los más, casi todos con ese cabello lacio y ralo tan característico aflorando tímidamente bajo los gorros. Miradas enajenadas. Uno de ellos llevaba las huellas de una pelea en el rostro. Otro toda su ropa embarrada. Una mujer muy deteriorada remataba su vestimenta imposible con unos irónicos botines rojos de fiesta. Otro más allá, en contraste, aún sonreía y hasta tenía buen aspecto (lleva poco tiempo por aquí, me dijeron los voluntarios más expertos). Los yonquis recogían los alimentos, mantas y ropas en bolsas y en su mayoría tomaban su guiso caliente allí mismo, donde quizá se sentían un poco más protegidos al menos durante un rato antes de retirarse de nuevo al pozo negro del que habían brotado. Me llamó la atención cómo daban las gracias. Viéndolos, no les concebía yo ningún futuro.

 

El resto de los habitantes que se acercaba al lugar conformaba el vivo retrato de la exclusión social. Entre los revoltosos gitanillos alguno muy bajito y aparentemente muy joven aireaba un grave problema nutricional mientras rugía su vozarrón curtido que sonaba a derroche de tabaco. Algunos magrebíes montaban tertulia con aquellos de sus paisanos que venían con nosotros, de forma mucho más callada. Yo me despegaba de mi guía de cuando en cuando para hablar con unos y otros voluntarios de variado pelaje: chicos y chicas jóvenes “españoles” (las mozas singularmente asediadas por los gitanillos) junto con magrebíes, gitanos, colombianos o negros, personas de mediana edad y en el extremo algunas pocas cercanas a mi quinta luciendo buenas canas a la par que un entusiasmo intacto. Había quien llevaba mucho tiempo haciendo esto, otros apenas algunas semanas. Un puñado de unas treinta personas en total que en su conjunto me hacían sentirme orgulloso de ser humano. En la hoguera hablé más detenidamente con Jesús (Chules) y Nacho sobre las adicciones; ambos estaban en el origen de Bocatas y procedían de Comunión y Liberación. Es curioso, en apenas dos semanas había conocido por una razón u otra a varias personas de ese movimiento haciendo cosas maravillosas con marginados sociales de forma totalmente altruista; eso por si me quedaban dudas de quién llega efectivamente a los sitios más recónditos y duros de la existencia humana, y de porqué lo hacen.

La noche avanzaba y los yonquis iban dejando de acudir a nuestro tinglado. Entonces se hizo un círculo en el lugar para que Chules, con sus manos sobre los hombros de dos gitanillos, recalcara a los allí presentes la trascendencia de lo que había ocurrido y dirigiera un Ave María antes de disolvernos. Lo que ocurrió no sin antes recibir una bizarra reprimenda de una patrulla de la Policía Nacional que nos conminaba a abandonar el sitio a la mayor brevedad. Ya en el coche serpenteé por algunos viales detrás de otros compañeros hasta entroncar con la A-3 de vuelta a Madrid, sintiendo desde ese mismo instante el reconfortante aliento de la civilización recobrada.

Nada de lo que pasó esa noche me era totalmente ajeno. En su momento y por diversas razones tuve la oportunidad de conocer la realidad de los poblados marginales en Madrid o la sordidez de supermercados de drogas como el “polígamo” de Granada. Había sentido la violencia de las bandas juveniles del otro lado del Manzanares, y desde luego había tenido muy cerca la devastación de la heroína en los años 70 y 80 junto a las trágicas siluetas de sus víctimas. Todo eso lo reviví de alguna manera, pero por encima de ello descubrí el impagable valor de aquellas personas que habían elegido la solidaridad humana ante cualquier otra cómoda perspectiva para un viernes convencional. Ya se lo había oído a un yonqui en un vídeo: “podrían estar en una discoteca, pero están aquí, con nosotros”. En este infierno, añado yo. Estas personas, con Chules y Nacho al frente, deberían remover conciencias y merecen desde luego mi más profunda admiración, que me gustaría fuera la admiración de todos.

Debemos secundarles.

Texto: Luis Fernando Alguacil (fuente)

Fotografías: @ Joaquín Tornero


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