Yendo de peregrinación por Madrid a la catedral de la Almudena con unos amigos el pasado 31 de diciembre en acción de gracias por el año transcurrido, en un momento dado, nos cruzamos en un parque con un matrimonio que estaba con su bebé jugando cerca de un parque.

El entretenimiento consistía en un pequeño coche deportivo teledirigido donde iba el niño y el padre llevando el cochecito de un lado para otro con los dos pulgares de la mano. La cara de los tres, padres con niño incluido, era de aburrimiento absoluto: el nuevo juguete reducía al máximo cualquier riesgo para el bebé, que no podía siquiera fijar la mirada en punto alguno de la realidad apetecido, así como el esfuerzo de los padres por controlar a su niño, que ya no tenían que seguirle por donde sus alocadas patitas pudieran sugerirle. El control y la reducción de posibles riesgos era casi absoluto, pero directamente proporcional al aburrimiento colectivo familiar.

Pensando un poco en esta imagen durante la peregrinación, caí en la cuenta de algo evidente a la cultura y tradición cristiana pero que está totalmente en entredicho por la mentalidad común actual. Dios jamás ha amado al ser humano bajo esta modalidad. Él ha asumido en este loco amor todo el riesgo de la libertad de sus hijos, dándonos en plenitud unas capacidades (talentos lo llama el evangelio) con los que ponernos en juego.

Es verdad que es una relación muchísimo más arriesgada, donde todo podría salir mal, donde el plan inicial, incluso el vínculo con nuestro creador, pudiera llegar a deteriorarse hasta casi romperse y donde además se podría utilizar toda esa libertad para perturbar, incluso destruir, al prójimo. No hay mandos teledirigidos ni posibles atajos que valgan aquí. La libertad, y por tanto la relación o el vínculo, es 100% verdadera. Los riesgos, también.

Tan es así, que luego, en el precioso evangelio del último día del año que escuchamos en la misa que hicimos al llegar de la peregrinación a la catedral en la cripta, el comienzo del evangelio de san Juan que describe de un modo precioso el comienzo de esta locura de Dios con su criatura dice: «Vino a su casa y los suyos no lo recibieron».

Sin embargo, y junto con estas «reglas del juego» sin atajos ni mandos teledirigidos, existe un aliado permanente de Dios que el hombre, cualquiera que sea y haya hecho lo que haya hecho, es incapaz de manipular: su corazón, lugar indeleble de los deseos más humanos de belleza, justicia, perdón, misericordia.

Un comentario de instagram de la editorial Nuevo inicio dice: «Antes de cualquier consideración sobre nuestra urgente necesidad de volver a empezar de nuevo, es importante tener una conciencia clara de nuestra incapacidad para crear la realidad en la que pretendemos movernos. Ninguna estrategia es creadora… Porque esa realidad y ese deseo no lo generamos nosotros, tan pobres y fatigados. Esa realidad nos la encontramos dada, donada; igual que nuestra humanidad; igual que nuestro deseo. Un nuevo inicio solo puede ser un don. Un regalo que podemos acoger con el comienzo de cada día. Creo que ese sí sería un nuevo inicio”.

En esta aventura de la vida podría parecer que entonces los cristianos parten con ventaja y en parte así es puesto que han recibido la conciencia de este don especial que les ha revelado el Padre, pero a la vez tienen mayor riesgo de desperdiciarlo, petrificándolo, terminando por convertirse en guías de museo, adoradores de cenizas, acabando esclavos de cierta autorreferencialidad y cultivando una espiritualidad de etiqueta. Un alma acostumbrada, diría Péguy.

Es precioso empezar el año con esta conciencia de que el Señor nos quiere libres, arriesgando de nuevo en este nuevo año y poniendo en juego de nuevo todo lo que somos, fe incluida, sin miedos de perder lo que ya tenemos, lo que ya somos, lo que hemos ido descubriendo ya, las tradiciones de las que formamos parte. Dios nos da el 2020 para volver a apostarlo todo, con todas nuestras capacidades, virtudes y defectos, con todo nuestro corazón, con todo lo que somos. De nuevo y por entero, como dice la parábola de los talentos.

Qué gusto de Señor este, qué intrépido y a la vez qué ternura y amor por cada uno de nosotros. Nos toca lo más fácil: jugarnos por entero de nuevo fiándonos de su más pura esencia: Dios es misericordia.

¡Feliz nuevo inicio de 2020!