“El pensamiento totalitario liquida así, con el rechazo a percibirla, la realidad tal como es y el acontecimiento tal como se realiza. Amparado por una granítica certeza, insiste en una realidad “más verdadera”, escondida tras las cosas perceptibles dominándolas a todas, y que se advierte sólo disponiendo de un sexto sentido”

Alain Finkielkraut, el escritor y filósofo francés que ha redescubierto a Péguy

Homologación planetaria y error de perspectiva de los católicos. Charles Péguy y Hanna Arendt, los horrores del siglo que estamos a punto de dejar y los riesgos del que va a comenzar. Una charla con Alain Finkielkraut, heredero de la mejor tradición filosófica francesa, intelectual judío que escribe en Libération y Le Monde y cuyos libros se adoptan como textos de estudio en las universidades francesas, se convierte en una aventura. La conversación parte de Péguy, una gran pasión de este refinado intelectual judío: “Lo sacaré del gueto”, nos había prometido hace algunos años Finkielkraut (cfr. 30Días, n. 58-59, 1992), desconcertado porque quien había descubierto que era “uno de los grandes pensadores del mundo moderno, sin alguna duda de la misma estatura de Nietzsche, de Benjamin, de Heidegger” no tuviera derecho de ciudadanía en la ciudad intelectual. Lo que más le había asombrado, nos dijo, era la reflexión de Péguy sobre el acontecimiento: “Un acontecimiento es algo que irrumpe desde el exterior. Algo imprevisto. Este es el método supremo de conocimiento”. “Lo más extraordinario”, seguía diciendo Finkielkraut, “es que si no se salva el acontecimiento se pierde completamente el contacto con la realidad. Si una blasfemia o un sacrilegio ha sido cometido por el espíritu moderno, es en su arrogancia frente a la realidad. Existe un carácter improgramable del dato, un rostro que las cosas presentan por sí mismas. Péguy habla del respeto absoluto que se debe a la realidad y a sus misterios, “el respeto religioso de la realidad soberana y maestra absoluta, de lo real como llega, como nos es dado, del acontecimiento como nos es dado” Para el hombre moderno, en cambio, la revelación -el hecho de darse, de aparecer- ya no es la manera en que acontece la verdad de lo real. De este modo el hombre, rechazando la realidad tal como se ofrece a nuestros ojos de carne, deja de intentar formarse una razón modelada sobre la imagen del mundo para construir un mundo sobre la imagen de la razón. La experiencia queda abolida: lo real queda dominado y la naturaleza, en vez de escucharse, es forzada a responder a las exigencias del hombre y a modelarse a su deseo. La experiencia que, como dice Péguy, “nace de las entrañas de la naturaleza, la terrestre experiencia aún llena de escorias y de fango”, el hombre moderno la ha sustituido por “la experiencia como debería ser”. Esta sustitución es una verdadera revolución ontológica”.

– ¿Qué entiende Péguy por acontecimiento?

FINKIELKRAUT: Algo muy simple: el acontecimiento es lo que acontece. Eso es todo. Hay que prestar mucha atención a no dar una definición “mística” de acontecimiento. Acontecimiento es lo que acontece, precisamente en el sentido de que no se puede prever completamente. Es lo que dice Hanna Arendt cuando afirma que “vivimos en el mundo de la pluralidad humana”. Si ya no es el hombre concreto quien habita la tierra, el hombre con nombre y apellidos nacido en un punto preciso del espacio y el tiempo, sino la Humanidad en su abstracción, quiere decir que ya no poseemos los medios para toparnos con los acontecimientos. Los acontecimientos, las cosas tal como ocurren, suceden siempre con algo de sorpresa. Hay que aceptar esta sorpresa antes que creer que se puede, ayudándonos sólo con la inteligencia, fijar la historia en leyes inexorables.

– Los católicos corren el riesgo de anular con proyectos culturales la sorpresa despertada por los acontecimientos…

FINKIELKRAUT: No creo de ninguna manera que pueda resurgir la cultura católica hoy. Existe, desde luego, una fuerte necesidad de sentido en una sociedad regida por la técnica y la razón instrumental. Pero creo que la cultura católica no tiene ninguna posibilidad, como tal, de fascinar de nuevo los comportamientos. No hay más que mirar el contraste estupefaciente entre la enorme popularidad del Papa y la infinita marginalidad de sus discursos. No tienen lo que se dice ningún impacto. No hay más que ver todo el empeño que pone Juan Pablo II en los aspectos de la moral, que parecen haberse convertido en el núcleo de la propuesta cristiana, y la indiferencia con que en realidad son recibidos. Juan Pablo II es popular no por sus discursos, sino “a pesar de” sus discursos. Esta es la cuestión fundamental que debe plantearse hoy el catolicismo: se organizan grandes manifestaciones, se movilizan muchedumbres, se exhiben presencias numéricamente increíbles, pero al mismo tiempo la Iglesia tiene cada vez más dificultad en transmitir su herencia, aquello de lo que es depositaria. El mundo católico corre el riesgo de quedar cegado por esta popularidad planetaria de Juan Pablo II tomándola por un consenso a la Iglesia en sentido estricto. No es así, es un engaño de perspectiva.

– Se puede aplaudir al papa Wojtyla como un gran maestro de ética, pero nadie trata de poner en práctica sus enseñanzas…

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La entrada principal de Buchenwald, en Alemania. “A cada cual, lo suyo”, reza el letrero

FINKIELKRAUT: También para Emmanuel Levinas la ética es ante todo un acontecimiento. También él ha vivido experiencias dolorosas: detenido en Alemania en un kommando para prisioneros judíos, su reflexión filosófica está totalmente dominada por el recuerdo del horror nazi. Para él, es necesario que algo acontezca en el yo para que este deje de ser una “fuerza que va” y se despierte. Esta revolución es el encuentro con otro, la revelación de un “rostro”. Es como la experiencia vivida durante la primera guerra mundial por el oficial italiano Emilio Lussu y descrita en Un anno sull’altipiano. Lussu se había aventurado fuera de la trinchera para sorprender a un cañón austriaco que los bombardeaba desde hacía días. Cuando vio la trinchera enemiga, se le ofreció un espectáculo extrañamente familiar. Ve hombres que charlan y toman café, como hacen sus propios compañeros, y un oficial austriaco que enciende un cigarro. “Aquel cigarro creó una relación imprevista entre él y yo. Fue un instante. El índice que tocaba el gatillo se relajó. Pensaba, estaba obligado a pensar. Tenía frente a mí a un hombre. ¡Un hombre! ¡Un hombre! Disparar de esa manera, a pocos pasos, a un hombre… como a un jabalí”. Lussu es sacudido por el rayo de la evidencia. Aquel rostro no puede ser reducido a su apariencia. Deseo hacerle ver que el interés que Lussu siente hacia el oficial austriaco no deriva de su buena intención, sino todo lo contrario. Su conciencia de soldado que arriesga la vida para defender a la patria y los ideales queda turbada por un desconcertante ultimátum, por un imperativo llegado de otro lugar y sobre el que no tiene ninguna potestad. Él no ha tomado la iniciativa del cambio que le afecta. Aquel cambio radical es un acontecimiento, es decir, algo que se le planta delante repentinamente.

– El siglo que está terminando ha conocido el horror nazi y a la vez también el imperio comunista que, aun habiendo combatido contra el nazismo, se manchó de crímenes horrendos. A usted, que forma parte de una generación de filósofos nacidos en la izquierda, le pregunto: ¿cómo ha sido posible todo esto?

FINKIELKRAUT: Mire, aunque parezcan evidentes las diferencias entre el Estado nazi y el régimen soviético, ambos poseen un núcleo ontológico común. Ya se trate de guerra de razas o de guerra de clases, ambos, convencidos como estaban de navegar hacia el progreso más allá de la diferencia de los valores, demostraban la misma vertiginosa ausencia de escrúpulos frente el “hecho”, que puede ser doblegado según sus propios intereses. Ambos poseen una idea de la política fundada en la misma concepción paranoica de que nada existe independientemente del conflicto de las voluntades. La razón queda distorsionada, y no es la bestialidad lo que les empuja a ambos al crimen, sino la radicalidad, es decir, la decisión de seguir su pensamiento hasta sus últimas consecuencias. Hay, pues, que destruir al adversario para realizar la gran promesa de la historia. Porque la finitud no es un límite propio, sino una culpa del enemigo. El pensamiento totalitario liquida de este modo, con el rechazo a percibirla, la realidad tal como nos es dada y el acontecimiento tal como ocurre. Amparados en una granítica certeza (la lucha mortal entre el hombre y el enemigo del género humano) este pensamiento se emancipa de la realidad que todos nosotros percibimos por los sentidos y, como dice Hanna Arendt en Los orígenes del totalitarismo, “insiste en una realidad “más verdadera”, que está escondida tras las cosas perceptibles dominándolas todas, y que se advierte sólo disponiendo de un sexto sentido”. A este pensamiento, a este “sexto sentido” que se ha deshecho de toda experiencia en nombre de su presunto poder de explicarlo todo, Arendt le ha dado el nombre de ideología. Para ella la ideología no es la mentira de las apariencias, sino la sospecha arrojada sobre ellas y la sistemática representación de la realidad que tenemos ante los ojos como una pantalla superficial y engañadora.

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Las alambradas que rodean Majdanek, cerca de Lublín, en Polonia

– ¿El hombre concreto está inevitablemente destinado a disolverse en esta abstracción?

FINKIELKRAUT: Desde el punto de vista personal, no, porque puede juzgarla y oponerse a ella. Renan, en su El porvenir de la ciencia, la biblia del progreso, decía: “¿Qué me importa este hombre que viene a colocarse entre la humanidad y yo? ¿Qué me importan las insignificantes sílabas de su nombre? Su propio nombre es una mentira. Lo anónimo es mucho más expresivo que lo verdadero. La verdadera nobleza no consiste en tener un nombre, un genio, sino en formar parte de la noble raza de los hijos de Dios, en ser un soldado perdido en el inmenso ejército que avanza a la conquista de lo perfecto”. Otra nueva abstracción. Pero en Estrella de la redención, una obra escrita en tarjetas postales durante la segunda guerra mundial en el frente de los Balcanes, Franz Rosenzweig se encuentra ante el acontecimiento de la guerra. Grita que es un yo concreto. “Que el hombre grite con toda la voz que le queda en la garganta, que vuelva a gritar su yo contra lo implacable que lo amenaza con una anulación tan inconcebible. Después de que la razón lo ha absorbido todo y ha proclamado que existe sólo ella, el hombre descubre repentinamente que, a pesar de haber estado durante mucho tiempo digerido por la filosofía, sigue existiendo. “Yo que soy solo ceniza y polvo”, yo simple sujeto privado, un nombre y un apellido… yo sigo existiendo”.

– Pero ahora la época de los regímenes totalitarios parece destinada a terminar. ¿Cree que comenzará una era de por sí más humana?

FINKIELKRAUT: No. Naturalmente que no. Creo que existen nuevos peligros. La reducción de los hombres al Hombre es la tentación permanente del pensamiento. Y esta tentación, que ayer se presentaba con el rostro de la ideología, hoy triunfa en la “solicitud”. La nuestra es una generación “humanitaria”: ya no cree en la humanidad en marcha, ahora se ocupa de la humanidad que sufre. Pero no acepta, como hacía la ideología, exponerse a lo que Arendt definía “lo infinitamente improbable que constituye la trama misma de lo real”. No ama a los hombres, que son demasiado desconcertantes: prefiere ocuparse de ellos. Y si son libres, siente miedo: mejor disminuidos, así puede desahogar en ellos su instinto maternal.

Timeline: The history of Auschwitz-Birkenau | The Times of Israel
Entrada a Birkenau, en Polonia (Markus Schreiber/AP/File).

Pero ¿quién es para nuestra generación este hombre, esta víctima que hay que salvar “tanto si ha sido sacudida por la tierra como por la sociedad”, como dice André Glucksmann? Nadie en concreto. No es el hombre en singular que vive en la tierra, no es el pobre Rosenzweig que tiembla de susto y horror y grita “yo, yo, yo”, sino los hombres en su infinita pluralidad. De nuevo, una abstracción. Y para esta generación que prefiere los cuerpos antes que las causas, después de la borrachera de la Historia ninguna causa parece ya universalizable. Terminada la guerra fría ha comenzado la de los provincianos, de las identidades nacionales. ¿Y en nombre de qué habría que elegir el campo de una identidad contra otra? De ahí nació la larga postración de la opinión pública ante la última guerra europea de este siglo, la de la antigua Yugoslavia. Vivimos en la época de Internet, de una única red mundial, que hace y hará cada vez más al hombre planetario. Y para este hombre, la violencia es la pertenencia. El Mal es la dictadura ejercida por los apellidos sobre los nombres, el Mal es cuando el espíritu, en vez de desaparecer, se destroza y se hace carne, el Mal es la encarnación. Permítame que vuelva a citar a Hanna Arendt, que decía que la disposición afectiva característica del hombre moderno es el resentimiento. Resentimiento “contra todo lo dado, incluso contra su propia existencia, contra el hecho de que él no es el creador del universo, ni de sí mismo”.

– ¿Existe una alternativa a este resentimiento?

FINKIELKRAUT: Sí, existe. La propia Arendt lo dice. “Una gratitud fundamental por las pocas cosas elementares que nos son invariablemente dadas”, explica, “como la vida misma, la existencia del hombre y el mundo”. Una vez más, datos sensibles y experimentables. “Entrelazados con la carne de la realidad”, habría dicho Péguy.

Entrevista realizada por Stefano M. Paci y publicada en 1998 en 30Giorni