Mis amigos y yo hacemos catequesis, una actividad bastante rara en el mundo de hoy en gente adulta.
Todavía más raro es el contenido de lo que solemos ver: además de temas relacionados con la ascesis y el camino personal hacia Dios, también solemos mirar a la cara las condiciones en las que la fe se debe jugar en el mundo de hoy.
El texto que abordamos en una catequesis reciente decía así: «El nihilismo es, ante todo, la consecuencia inevitable de una presunción antropocéntrica, en virtud de la cual el hombre sería capaz de salvarse a sí mismo». Estas teorías y posturas dictan todos los comportamientos actuales; son las explicaciones únicas de la mentalidad común generalizada (y de la práctica, más aún, sobre todo de la práctica) que invade y entorpece la cabeza y el corazón de todos, incluso de nosotros, los cristianos, y de muchos teólogos. Estas teorías tienen un punto de encuentro en común: la confianza en el poder, el codiciar el poder de cualquier manera que se conciba, en cualquier versión».
A raíz de la lectura del texto salía el tema de Putin y la actual guerra en Ucrania. Existe la tentación de explicar a este personaje como un hombre aislado –salido de la estratosfera– como psicópata que nada tiene que ver con la sociedad actual en la que vivimos. Y sin embargo, llevaba toda la semana pensando qué deterioro de lo humano, de nuestras sociedades y de Europa, ha debido de haber desde el fin de la segunda guerra mundial y la creación de la Unión Europea entre dos enemigos casi irreconciliables como Francia y Alemania poniendo en común la producción del carbón y el acero, y luego de la energía atómica. ¿Cómo se ha deteriorado en estos 65 años para que vuelva la guerra a Europa?
Ciertamente, Putin es un psicópata extremo del nihilismo, pero es también un mero producto de una mentalidad que está totalmente extendida en nuestras sociedades: somos capaces de salvarnos a nosotros mismos, sabemos vivir la vida y en consecuencia la lucha verdadera y única es por el poder.
Podemos ir bajando desde la escena internacional hasta nuestras vidas concretas del día a día donde hacemos más fatiga en reconocer esta postura.
Sin duda, en la escena política, a la gran mayoría tampoco le es difícil reconocer esta postura. Baste como ejemplo un artículo en El Mundo del 2 de marzo en que Elisa de la Nuez, de la Fundación Hay Derecho, afirma: «¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? (…) Muchos creímos que los nuevos partidos eran la gran esperanza para nuestra democracia, que sus jóvenes líderes no iban a incurrir en los mismos errores que sus mayores y que levantarían organizaciones con un funcionamiento muy diferente. (…) Nos equivocamos radicalmente. Los nuevos partidos no sólo repitieron los errores de funcionamiento interno de los partidos tradicionales, sino que los multiplicaron, convirtieron a sus líderes en intocables, intensificaron el poder de las camarillas, manipularon las reglas del juego y acabaron expulsando o silenciando a los críticos y condenando a sus proyectos políticos al fracaso. Los principales responsables han terminado, por ahora, fuera de la política. (…) Es muy relevante que los principales protagonistas de esta historia sean personas que han transitado desde las juventudes a puestos de máxima responsabilidad sin haber tenido ninguna actividad profesional fuera de la política». Un artículo sin desperdicio ninguno.
Baste citar alguna película de cine para entender cómo se cuela y cuán extendida está esta mentalidad en el mundo laboral y de la empresa (El buen patrón) y en el de las relaciones de pareja, afectivas y los amigos (Una pistola en cada mano, Sentimental….).
Pero, como esta reflexión viene de esta extraña catequesis, querría hacer también referencia a cómo esta mentalidad está haciendo tanta mella también en el funcionamiento de la Iglesia. «Jesús los llamó y dijo: Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20, 25-27).
En la Iglesia, entre nosotros, entonces, la lucha intestina no debería ser por el primer puesto sino por ser el último y ser servido como el rey Marajá de Kapultala.
Dice el Papa en el mensaje de Cuaresma de este año: «Si es verdad que toda nuestra vida es un tiempo para sembrar el bien, aprovechemos especialmente esta Cuaresma para cuidar a quienes tenemos cerca, para hacernos prójimos de aquellos hermanos y hermanas que están heridos en el camino de la vida».
Es verdad que hoy en nuestra Iglesia y grupos es excepcional verlo, pero hay ya algunos grupos en los que sus líderes y responsables, en vez de hacerse servir opíparas comidas en comedores reservados cuando se reúnen, son ellos mismos los que preparan la sala llena de delicias culinarias para los últimos recién llegados, escogen los peores y más incómodos puestos y ceden los mejores a los nuevos.
Cuando uno ve esto con sus ojos piensa: hay esperanza todavía. Cuando ves lo contrario, un grupo centrado únicamente en ellos mismos, como si fueran el centro del universo, causa pena y tristeza.
La consecuencia verificada además de este servicio al prójimo no es que éste se tumba a la bartola aprovechándose del mismo, sino que surge el deseo inmediato de devolver gratis a otros lo que gratis se ha recibido, extendiéndose como la espuma del mar esta mentalidad.
Debemos empezar por renovar lo humano en la Iglesia, para luego renovar el espacio de los amigos, de las relaciones afectivas, del mundo de la empresa y del trabajo, de la política y el ámbito público y, finalmente, por qué no, de la escena internacional.
Eso es lo que está verdaderamente en juego en nuestro día a día: servicio o putinismo (y no en Ucrania, sino en nuestra propia casa).
Chules, en Páginas Digital, 11/3/2022.