Reproducimos a continuación una entrevista al teólogo Xabier Pikaza realizada por José Manuel Vidal para Religión Digital (13/04/2020).


«Esa confianza en nuestra sociedad de consumo, asegurada por armas, ciencia y dinero queda amenazada por un virus»

«Job es la mejor lectura para un tiempo como este, cuando parecen caer todas las certezas»

«Hay un temor que es respeto, es principio de aprendizaje y cambio en el camino»

«Éste es el mensaje de fondo de Buda, de Job… Éste es el centro del mensaje de Jesús, cuando nos dice “bienaventurados los que sufren”, es decir, los que aceptan y asumen el sufrimiento para madurar y agradecer»

«Hemos creado una conciencia falsa de poder, de riqueza, de dominio sobre los demás… Corremos el riesgo de perder la verdadera sabiduría humana, el conocimiento de uno mismo, el reconocimiento de los demás»

«Son clérigos, pero no son cristianos», dice el teólogo Xabier Pikaza de los que señalan a esta pandemia del coronavirus como un ‘castigo divino’. Así de radical y profundo nos llega su mensaje desde «este pueblo aislado con kilómetros de llano abierto a las montañas de Gredos». Su hogar y, hoy, su espacio de cuarentena. Desde él se desnuda, en una entrevista en la que recuerda a su padre, que murió franciscanamente, y lamenta que «no hemos cumplido la enseñanza de las grandes religiones: aprender a vivir en gesto agradecido». Predicando con el ejemplo, da las gracias y espera que el coronavirus nos enseñe «a compartir, a buscar vacunas, a rezar por los médicos, a poner la economía y ciencia al servicio de la vida, del amor a los demás».

¿Cómo estás viviendo el paso de la pandemia por tu vida y por la del país?

Siento que hay un inmenso nerviosismo, como si esto no lo hubiéramos merecido, nosotros, que vivíamos satisfechos, en una sociedad de consumo asegurada, con deseos de seguir avanzando en la senda del progreso, del dominio sobre el mundo y del confort, como si las pestes fueran un mal recuerdo de tiempos oscuros… De pronto, esa confianza en nuestra sociedad de consumo, asegurada por armas, ciencia y dinero ha quedado amenazada por un virus que nos parecía impensable, propio de tiempos medievales.

Es evidente que no teníamos políticos preparados para una pandemia como ésta, ni economía al servicio de la vida, ni medios de comunicación y comunión transparentes para la comunicación de los grupos… Nos ha entrado el nerviosismo, y aparecen los primeros intentos de buscar chivos expiatorios, que pueden ser naciones, partidos políticos, sistemas económicos, incluso religiones, Dios mismo.

¿Y cómo ha pasado por mi vida? En principio no he notado demasiado los cambios, a no ser por el corte en el trabajo externo. Había reservado tres meses (marzo, abril y mayo) para dar algunas conferencias que tenía preparadas… pues de ellas y del trabajo de Mabel vivimos; o sea, que tendremos que apretar la economía. Por lo demás, me ha venido incluso bien, en este pueblo aislado con kilómetros de llano abierto a las montañas lejanas de Gredos.

He logrado terminar un libro sobre Job con el que llevaba lidiando mucho tiempo. Es la mejor lectura para un tiempo como este, cuando parecen caer todas las certezas.  Acabo de mandarlo a la editorial, hace unas horas, con la imagen de un Job “apestado”, expulsado, en un estercolero, pudiendo pensar por vez primera sobre el sentido de su vida, diciendo las palabras más fuertes sobre el des‒orden del mundo y sobre la vida a partir de las víctimas. Quizá estemos en una situación como ésa.

¿Es lógico, a pesar de la fe, sentir miedo ante este enemigo invisible y tan mortífero?

¡Evidente! Tener fe no significa no temer. Pero el libro de Job distingue bien. (a) Hay un temor‒terror que destruye, rompiendo las amarras de la vida y enfrentando a todos contra todos, bajo un dios‒monstruo que nos hace irracionales. (b) Y hay un temor que es respeto, es principio de aprendizaje y cambio en el camino de una vida que se nos ha regalado, sabiendo que no somos dueños de ella.

Por otra parte, el miedo a la “peste” forma parte del imaginario humano de casi todos los pueblos, como he señalado en los últimos días en mi blog de RD, evocando los tres grandes “miedos” del tiempo de David y del Apocalipsis (hambre, guerra y peste, los jinetes del Apocalipsis. La fe no consiste en no tener miedo, sino en confiar en la Vida; en el Dios de la vida en medio del miedo.

En esa línea, el virus (la enfermedad) y la muerte no son enemigos externos, sino que forman parte de nuestra propia vida. El hermano Francisco (el de Asís, y ahora el que está en el Vaticano) pueden hablar de la enfermedad y de la muerte como “hermanas”: “Loado seas, mi Señor, por la hermana enfermedad y por la muerte…”.

Lo que pasa es que tenemos que humanizar la enfermedad y descubrir la muerte como experiencia radical de vida, de una vida que nos ha sido regalada y que nosotros regalamos… En esa línea podríamos y deberíamos transformar el aguijón de la muerte, haciendo que sea estímulo de amor y de solidaridad, cambiando nosotros, aprendiendo a vivir en gesto de agradecimiento compartido, poniendo las inmensas energías de la vida al servicio de la justicia, de la buena producción y reparto de bienes de consumo y de la paz… al servicio de todos. Éste es un tema clave del mensaje de Jesús que “resucita a los muertos”, que hace que los aplastados por miedo, condenados a morir, puedan vivir con agradecimiento. Éste es el mensaje de sus resurrecciones, la de la hija de Jairo, la del hijo de la Viuda de Naím, la del hermano de Marta y María… Éste es un tema que ha elaborado de manera emocionada San Pablo en 1 Cor 15.

Pero no lo hemos hecho, no hemos cumplido los “deberes”, es decir, la enseñanza de las grandes religiones, desde las cuatro verdades Buda hasta el Sermón de la montaña. Si hay guerra y hambre es, en la actualidad, por culpa de los hombres…

«Tenemos que humanizar la enfermedad y descubrir la muerte como experiencia radical de vida»

Si la peste nos “coge” así desprevenimos es que nos hemos “educado” para la vida. Hemos creado una inmensa sociedad de consumo con un “orden que es des‒orden”, un mundo de locura, que es capaz de producir todo tipo de armas y medios de consumo y hemos descuidado el “cuidado de la vida”, empezando por la sanidad. En gran parte esta “peste” del coronavirus se podría haber evitado con una educación para la vida, con un tipo de sistema económico‒social distinto, no al servicio del capital, sino de la vida.

¿Dónde está Dios?

De esto me habló mi abuela materna, que ha sido con mi padre y mi madre mi mejor maestra. Ella vivió con toda intensidad la gripe del año 1918. Murieron varios de sus hermanos… Nunca me dijo que fuera un castigo de Dios, sino una condición de la vida, que tendríamos que cambiar, superando la guerra, aprendiendo a vivir en sencillez, en oración, en amor…

Que Dios estaba sufriendo con nosotros porque, como le habían dicho en la Iglesia, el mundo, el mismo Dios, estaba viviendo en dolores de parto. Sólo mucho más tarde he logrado entender las palabras de aquel cura del año 1918 y de mi abuela, que están en la carta a los Romanos 8, donde san Pablo dice la humanidad sufre esperando la “filiación de los hijos de Dios”.

En ese sentido, el sufrimiento forma parte de la manifestación plena de Dios. Él no se limita a mirar desde fuera el sufrimiento de los hombres, sino que está en el sufrimiento. Mejor dicho, Dios “es sufrimiento”, al servicio de la vida. Dios “es” el viviente en nuestro camino de dolor. En Él vivimos, nos movemos y somos como dice Pablo en Hch 17, 28. Dios no está fuera para arreglarnos algunas chapuzas mal hechas, ni para tapar agujeros…

Pero ese sufrimiento que es para la vida, para la acogida mutua, para la maduración, para la gratuidad, para la esperanza…, es decir, para la nueva humanidad, lo hemos convertido en sufrimiento para la muerte, es decir, para la violencia, para aprovecharnos unos de los otros. En vez de aprender a vivir sufriendo en amor para la vida, como dice la carta a los Hebreos (2, 14‒18), queremos evitar “nuestro sufrimiento” de un modo egoísta, cargando el dolor sobre la espalda de los otros.

Éste es el mensaje de fondo de Buda, de Job… Éste es el centro del mensaje de Jesús, cuando nos dice “bienaventurados los que sufren”, es decir, los que aceptan y asumen el sufrimiento para madurar y agradecer, para amar y esperar… La maldición más grandes es vivir haciendo sufrir a otros, como en este mundo capitalista que excluye a los pobres, enfermos etc. La bendición mayor es no hacer sufrir, caminando en el amor, en la compasión, en el gozo compartido.

Aquí está todo Dios, perdona la expresión. El Dios de Jesucristo ha aceptado, ha hecho suyo, el sufrimiento de la humanidad, no por masoquismo, sino lo contrario, por solidaridad, para así sufrir con los que sufren, morir con los que mueren, abriendo en ellos y con ellos un camino de bienaventuranza, es decir, de gozo fuerte, de placer intenso… un camino de “parto” para el nuevo nacimiento.

Conforme a la experiencia original de Jesús, Dios es la Vida creadora en el dolor… y así le llamamos Padre‒Madre, como dicho también en otra postal de RD. A ese Dios oramos, en ese Dios somos… Según eso, orar no es rezar de un modo mágico, esperando Dios arregle eso desde fuera, con santos milagrosos, con cristos maravillosos… Mira, yo le tengo devoción a esos cristos y santos “milagreiros”, con San Roque, San Antonio. Sé que la oración no “sirve” para nada, en sentido utilitario, no es un “chantaje” que hacemos a Dios. Y, sin embargo, es lo más importante que existe en la vida del hombre. Orar es “ser en Dios”, que Dios sea en nosotros, en Espíritu y Verdad, como dijo Cristo a la samaritana de Jn 4. Pues bien, “corrigiendo” de algún modo a ese Cristo de la samaritana yo digo que merece la pena que haya espacios, lugares y signo para orar en Espíritu y Verdad, como el Garizim, como la colina del templo de Jerusalén, donde yo también he orado.

«Nos ha entrado el nerviosismo, y aparecen los primeros intentos de buscar chivos expiatorios»

Pero el mejor recuerdo que tengo de un monte de oración, al que fui con padre de niño, a Urkiola, bajo el mítico Amboto. Mi padre, marino de mil mares,  absolutamente sobrio en signos religiosos, me dijo una mañana “vamos a Urkiola” (Urkiolara goas…). Y subimos la gran cuesta, bajo las rocas y el cielo, y orar era vivir, querer vivir, y descansar ante San Antonio, sabiendo que estamos en manos de Dios. Mi padre gozó en la subida, subimos, hablamos, nos quisimos, murió pronto, pero murió sabiendo que en vida y en muerte somos en Dios.

Dios no “está” con nosotros en un momento dado (como una cosa en otras), pero hay momentos, lugares y personas con las que se aviva su experiencia. Dios “es” en nosotros, en este mundo espléndido de sol y luna, de días y noches, de leones y lobos… y también con virus, bacterias y riesgos, que están ahí, de manera que tenemos que convivir con ellos, diciendo con Francisco “bendito seas, mi Señor por el hermano virus…”, que nos enseña a ser, a convertirnos, a compartir, a buscar vacunas, a rezar por los médicos, a poner la economía y ciencia al servicio de la vida, del amor a los demás.

Hemos matado a los lobos y leones, ya no existen más que en lugares cerrados, como “monos de feria”. Pero no podemos manejar como una máquina el tejido complejo de nuestra vida, con los virus de diverso tipo. Pero no se trata de matar, ni de matar el vivir, sino de aprender a convivir con él, de un modo saludable, con mejor ciencia, con mejores hospitales, con mejores médicos, enfermeros y auxiliares, con más esperanza de curación, al servicio de todos, y en especial de los pobres y de los solitarios.

«Sé que la oración no ‘sirve’ para nada, en sentido utilitario, no es un ‘chantaje’ que hacemos a Dios. Y, sin embargo, es lo más importante que existe en la vida del hombre»

Mi padre murió muy bien acompañado. Tengo amigos y compañeros encerrados en residencias llenas de buenas enfermeras, pero inmensamente solos, sin salir de la habitación, sin que les pueda visitar, muriendo solos… Ésta es mi mayor tristeza en tiempo de virus como el nuestro.

¿Cómo es posible que algunos clérigos (incluidos algunos altos cardenales) sigan diciendo que el coronavirus es un ‘castigo de Dios’?

Son clérigos, pero no son cristianos. Decir eso (si lo han dicho) es una blasfemia… De ellos habla una “historia” de Bocaccio (1313‒1375), en el Decameron, el libro de la Peste Negra, la historia del judío famoso de Paris, que va a Roma a convertirse ¡y vuelve convertido! El obispo de París le pregunta extrañado:

‒ ¿Cómo has podido convertirte, si Roma es el lugar menos propicio del mundo para aprender cristianismo…?

‒ ¡Precisamente por eso, responde el judío… Si Dios no estuviera en ello, si no asistiera con el evangelio de Jesús a los clérigos y cardenales de Roma, la Iglesia tendría que haberse destruido ya. Si existe todavía es porque tiene en el fondo un evangelio que es de Dios.

Decir que Dios castiga con la peste es una herejía inmensamente mayor que aquellas pretendidas herejías que condenaba y castigaba hasta hace muy poco en Roma la llamada Congregación de la Doctrina de la Fe, una institución en gran parte inútil, que se creía portadora del conocimiento de Dios. Lo de decir que este virus es castigo de Dios es peor que una blasfemia, es ignorancia, y puede ser maldad (maldad en clérigos de galones, no en gente normal de la vida de la calle…), es no haber llegado ni a la mitad de la Biblia, ni al profeta Isaías, ni a Job, mucho menos a Jesucristo…

El Dios de Jesús no castiga, pues ello iría en contra del ABC de su evangelio, es decir del Sermón de la Montaña. El Dios de Jesús sufre y ama en este mundo de terremotos y virus…, y así crea vida, y camino de resurrección, desde dentro. Dios no ha creado (¡no está creando!) un mundo hecho, acabado, de “cristal inmutable” pero muerto… Dios crea un mundo de Vida desde la fragilidad y esperanza de un “cosmos en dolores de parto” (sigo con la imagen de Pablo), dando a luz en el dolor, para que así podamos ser amándonos, naciendo unos de otros, viviendo con otros y muriendo, en un camino que es Vida, la Vida de Dios, abierta a la esperanza de Jesús resucitado…, resucitado precisamente a través de la muerte…, no porque ha muerto sin más (por masoquismo), sino porque ha muerto dando vida.

Este virus forma parte de las “posibilidades” de este mundo concreto, como la nieve y el sol, como el huracán y terremoto… Cuando Job le pregunta a Dios “¿Dónde estás?”, Dios le responde del modo más enigmático y hermoso, diciéndole, ofreciéndole un tipo de psico‒drama, o mejor zoo‒drama, enseñándole a compartir la vida que está al fondo de los torbellinos “celestes” (mares de estrellas), en las tormentas, en los huracanes:

‒ Mira, Job, mira la vida… Mira el huracán, contempla el torbellino… Hay aguas y nieves que destruyen, pero el agua y la nieve son principio de vida… ¡Vive en este mundo, vive, perdona y ama! Mira (sigue diciendo Dios) todos los animales, onagros y cigüeñas, avestruces, venados, con águilas y halcones… y, también, como Behemot y Leviatán…

Esto es algo que hemos olvidado… En este momento (año 2020) ya no hay onagros en sentido estricto (asnos salvajes de estepa); behemot, el hipopótamo, está casi extinguido; leviatán, el cocodrilo, está en límite de la extinción… Hemos matado a gran parte de los animales (o los hemos convertido en máquinas de hacer comida, como a los cerdos o pollos…), y de esa forma corremos el riesgo de destruirnos a nosotros mismos. Pues bien, Dios le dice a Job que los hombre vivimos compartiendo el “nicho” vital con animales de diverso tipos, con virus… En ese sentido, el virus está ahí, por la misma constitución de la vida humana, en riesgo y belleza, en finitud…

De todas formas, con la lección del Dios de Job (que no es aún el de Jesús, pero está en su línea), tendremos que decir, quizá, que este tipo de corona‒virus lo hemos “promocionado” a pulso nosotros mismos, al no cuidar los recursos de la tierra, al no aceptar la vida en respeto, amor y fraternidad, al no conocer mejor, en este mundo del siglo XXI, los riesgos de la vida…

¿Esta pandemia pone a prueba nuestro nivel de conciencia?

¡Claro que lo pone, y está pidiendo que cambiemos de conciencia! Hemos creado una conciencia dominadora, diciendo “pienso, luego soy” para suponer que podemos pensar y hacer todo lo que podamos… De ese pienso luego soy pasamos al “puedo, luego soy”, y después al “produzco luego soy”, y al “tengo y acumulo, luego soy”, al “conquisto luego…”. Ciertamente, pensamos, podemos, producimos, tenemos, comparamos y vendemos, pero en realidad no somos, en verdad no somos.

Hemos creado una fábrica donde se produce todo, menos humanidad, mercado donde se compra y vende todo, empezando por oro y plata y terminando con “cuerpos y almas humanas”, como dice el Apocalipsis (Ap 18, 13), pero donde no se comparte vida, en amor, en comunión de futuro, en esperanza de resurrección, desde los más pobres..

Así lo puse de relieve en mi comentario al Apocalipsis… Todo se compra y vende, y así crece el corona‒virus. Olvidamos que la vida no se compra y vende, que los bienes verdaderos no se acumulan en forma de capital… El peor virus del siglo XXI no es el “coronavirus”, sino un tipo de mercado y capital que compra y vende a los hombres… Ése es el virus, es el cáncer, la peste de guantes blancos de una sociedad de mala feria.

Hemos creado una conciencia falsa de poder, de riqueza, de dominio sobre los demás… Corremos el riesgo de perder la verdadera sabiduría humana, el conocimiento de uno mismo, el reconocimiento de los demás, el gozo de la hermandad, del respeto, el auténtico placer‒placer del sol de cada día, de la lluvia en la ventana, de las manos que se acarician, del perdón que nos hace caminar de nuevo.

Si no cambiamos nuestra “conciencia”, nuestra forma de pensar y ser, no podremos “salvarnos”, es decir, no podremos vivir en el futuro. Así comienza diciendo Jesús en el evangelio de Marcos cuando dice “si no os convertís…”. Esa palabra convertir, tanto en su fondo semita como en la formulación griega del texto, significa “cambiar de conciencia” (meta‒noeín, meta‒noia: Un conocimiento nuevo de la realidad).

Jesús no vino a cambiar las cosas por fuera, para eso estaba el imperio de Roma; no vino a implantar una religión organizada, para eso estaban los sacerdotes de Jerusalén que, por cierto, lo hacían bastante bien… Jesús vino a ofrecer a los hombres y mujeres, empezando por niños y pobres, una “nueva conciencia”. Roma tenía la conciencia del poder: ¡Imponer su orden en el mundo entero, en una sociedad prostituida, como dice el Apocalipsis! Los sacerdotes de Jerusalén pensaban y decía que tienen que morir algunos (como Jesús, como los pobres) para que triunfe la religión verdadera (ese es el tema final del evangelio de Lázaro, en Jn 11).

El tema es claro: Si no cambiamos de “conciencia”, de forma de pensar y de ser, en unas pocas generaciones podemos destruir nuestra vida en el planeta… y de eso tiene la culpa un tipo de “progreso” que vinculamos a la producción de medios de consumo en clave de poder, no de vida. Tenemos miedo de vivir de verdad, en amor, y por eso queremos producir y producir cosas para el consumo, para consumirnos nosotros, sin ser de ver. Esa conciencia de “poder” absoluto, de disfrute ilimitado a costa de otros, de la vida en el planeta…, en un mercado donde todo se compra y vende, con medio políticos de engaño e imposición nos terminará matando, si no cambiamos.

¿No nos está haciendo descubrir la crisis que, quizás, tengamos que replantearnos la administración de los sacramentos? ¿No cabría la confesión por videoconferencia?

Las video‒conferencias no están mal, como las misas por televisión. Están bien, están ahí, ayudan a muchos… Pero, a la larga, si sólo nos quedamos en ellas, destruimos el carácter humano, carnal, de los sacramentos, que son signos de la vida. Había un adagio medieval que decía “los sacramentos son para los hombres, no los hombres para los sacramentos” (una simple adaptación de la palabra de Jesús: El Templo se ha hecho para el hombre, no el hombre para el templo).

Pues bien, un tipo de “clérigos del poder” se han adueñado del templo, es decir, de los sacramentos, como si ellos fueran sus señores, como si a ellos se les debiera la salvación, que se compra y vende, como en ciertas indulgencias y misas antiguas… Y así hemos terminado discutiendo nimiedades, cosas en el fondo ridículas, en contra del evangelio: Si se puede ser signo y servidor del evangelio no siendo célibe, si se puede ser ministro siendo mujer; si se puede celebrar la eucaristía sin estar bien “ordenado” por ley, si se puede “confesar y perdonar” (escucha y decir palabra de perdón…) sin tener un papelito, y a menos de cuatro pasos, y no por teléfono…

Esa discusión así planteada es una locura, un anti‒evangelio. ¡Vergüenza me da que se discuta de eso! Hemos hecho de los sacramentos un signo y medio de capitalismo religioso, del poder de algunos sobre otros, es decir, corremos el riesgo de “hacer” que ciertos sacramentos terminen siendo anticristianos. La celebración de la eucaristía y el perdón mutuo es de todos los cristianos, antes de toda división de clérigos y laicos (¡le hemos metido un gol a Jesús…!).

Por otra parte, los sacramentos (la comida de acción de gracias, recordando a Jesús, viviendo su presencia, y lo mismo el perdón mutuo…) no son algo que “se hace”, y que sólo pueden hacer algunos, convertidos en agentes‒actores profesionales, como una obra litúrgica pagana (o como los sacrificios del templo de Jerusalén), sino que es el despliegue de la misma vida… Los sacramentos “son” la misma vida cristiana, que adquiere intensidad y relieve especial en algunos momentos… De la misma vida cristiana de un grupo brotan de un modo natural estos sacramentos, que son signo y momento fuerte de la presencia del Dios de Jesús, en cada grupo de cristianos.

No se trata de que la “jerarquía”, con poderes especiales, pueda delegar la celebración en algunos momentos, a algunas personas… Es al contrario, como lo reconoce en el fondo el Concilio Vaticano II… Es la llamada jerarquía la que actúa por delegación de la comunión.  Sólo así, en un, en segundo momento  (¡en segundo lugar!), es muy bueno, y no sólo bueno, sino necesario que haya algunos “ministros especiales” del perdón y de la eucaristía (y del bautismo, y del matrimonio…), no porque el bautismo no sea bautismo sin curas y el matrimonio no lo sea sin clérigos…, sino porque es bueno dar un carácter visible a ciertas celebraciones, en ciertos santuarios como el de Urkiola en mi tierra, o el del Corpiño en Galicia, o el de San Pedro en Dima o en Vaticano.

Cuando se reúnen muchos es bueno (necesario) que haya un tipo de orden, con un “delegado o delegada” de todos, para presidir o, mejor dicho, para animar la celebración de todos.  Y es bueno, necesario, que ese o esa (delegado o delegada de la comunidad) sea respetado, y que su función sea santa y valiosa, como la del Papa Francisco.

Tenemos que volver a poner el evangelio cabeza arriba, que lo tenemos cabeza abajo. No es que los laicos (el pueblo) puedan suplir a veces cuando hay falta de clérigos, como se dice (¡como si los clérigos tuvieran ellos sólo el poder…!). Es al revés: El perdón y la eucaristía está (es) en todos los cristianos; y a veces es bueno que se delegue en algunos, para que las cosas se celebren con cierto orden, sin andar cada uno por su parte, como dice San Pablo en 1 Corintios 12‒14.

En este sentido, el coronavirus puede ser un buen momento para replantear el tema, para empezar con las eucaristías en familia, en grupos de familias… Lo mismo el perdón verdadero, todos los cristianos (todos los hombres y mujeres) hemos de ser signos de perdón… Como digo, la televisión no está mal. Pero la televisión nos hace pasivos ante el “sacramento”, convirtiéndolo en un espectáculo, y eso a en contra del espíritu y camino de Jesús, que es el mano a mano, ojos con ojos, en el camino concreto de la vida que en sí presencia de Dios.

«Tenemos que volver a poner el evangelio cabeza arriba, que lo tenemos cabeza abajo»

¿Cómo asumir la muerte en una cultura que la había ocultado?

Voy a empezar a resumir, porque me he ido alargando, repitiendo cosas que vengo diciendo hace años. Yo he renunciado a un tipo de “presbiterado oficial”, pero me siento y soy “sacerdote” del pueblo de Dios, dentro de un pueblo cristianos en el que todos somos sacerdotes. Y en ese contexto quiero volver a recordar mi peregrinación a Urkiola, con mi padre enfermo, para poner la vida en manos de los dos “antonios” (el abad y el de Lisboa). No me dijo nada, pero yo sabía que subió para poner vida y muerte en manos de Dios, en el santuario más devoto de nuestro entorno, ante las rocas, bajo el cielo.

Y supo morir… y todavía hoy, pasados casi 70 años, no me he “reconciliado” con aquella muerte, que llevo como una espina en el alma, pues yo necesitaba entonces a mi padre. Con aquella espina del San Antonio que no escuchó en un sentido a mi padre, ni me escuchó a mí, que era entonces un niño inocente, he seguido viviendo. Sólo ahora empiezo a reconocer en el fondo que aquella fue una “espina buena”, la espina de una vida que sólo es amor y alegría si se acepta el dolor, al servicio de lo demás.

Recuerdo muy bien que mi Padre me habló en el camino (¡precisamente en Txakursulo!, cerca del santuario), de lo que había visto en Nueva York, pues de allí venía. Me habló de inventos extraños, inusitados entonces. Pero empecé a descubrir entonces que el único invento real era la “vida”, saber vivir, saber incluso morir para seguir así dando vida, resucitando en los demás…, en nosotros, sus hijos, y de un modo especial en mi madre, que esperaba abajo, en la escuela de Medi‒ola.

Ocultar la muerte es mentirnos a nosotros mismo, es vivir sin auténtica Vida, sin saber que somos en la medida en que damos la vida, en que morimos cada día regalando (gozando, compartiendo) lo que somos, un corazón, unos ojos, unas manos. Mi padre me llevó a Urkiola con las últimas fuerzas grandes de su vida para poner ante Dios su vida…, precisamente allí, ante San Antonio, donde había ido y estaba rezando mi abuela (madre de mi madre) cuando yo iba a nacer y que, por aviso de una tía joven, ahora muy anciana, tuvo que volver porque le dijeron: ¡El parto de Carmen se adelanta! Y por eso me llamaron Antxon/Antonio Xabier. Siempre me han llamado Xabier, pero no hubiera sido tampoco malo que me llaman Antxon.

¿No se han separado demasiado de la gente los sacerdotes, dejándolos solos, sobre todo en hospitales y tanatorios?

Quiero hacer aquí un elogio a los “sacerdotes”, es decir, a los “presbíteros”, y lo hago hoy, recordando a mi amigo Fructuoso, de la Purísima de Salamanca, la parroquia del barrio chino y del palacio de los duques de Alba… un hombre de verdad, para la vida, para la cultura… Pero, junto a eso, quiero recordar que debemos volver al sacerdocio universal de todos los cristianos, cercanos a la vida, en medio de la vida, sin hacer carrera, como dice el Papa Francisco. Sólo partiendo de ese “sacerdocio universal” será posible y necesario el surgimiento especial de presbíteros y obispos, no por encima, sino al servicio del buen orden de todos los cristianos y cristianas, sacerdotes de Dios.

«Empecé a descubrir entonces que el único invento real era la “vida”, saber vivir, saber incluso morir»

¿Saldremos mejores, más cívicos y solidarios o la lección se nos olvidará pronto?

Espero… Pero no lo sé, ni estoy seguro. Este virus nos puede enseñar, está enseñando mucho, a muchos… Pero tengo miedo de que al fin, cuando pase, se elevan algunos “más listos”, y que se aprovechen de lo ocurrido, que quieran rentabilizarlo para sí, no para la vida del conjunto de la humanidad. De todas formas, sé, que al fin y a la postre, todas las cosas que pasan sirven para bien de los creyentes, de forma que ni la vida ni la muerte, ni la salud ni la peste, ni las potestades y poderes políticos, económicos, militares o de otro tipo (incluso eclesiásticos) podrán separarnos del amor de Cristo, como dice san Pablo (Rom 8,35‒39).

¿La Iglesia católica seguirá ofreciendo sentido a la vida de la gente después del coronavirus?

Para eso está, para eso “es…”. Pero no se trata de una iglesia “católica” (=universal), sino de la iglesia que somos nosotros, tú y yo, los creyentes…, desde el evangelio. ¡No hará falta que repita el tema del cuento de Bocaccio en los años de la Peste Negra!