Desde hace veinte años, todas las semanas llevan comida caliente a los drogodependientes de una de las periferias más maltratadas de Madrid. Empezaron tres amigos y ahora son decenas de jóvenes que ofrecen su amistad a todos los que encuentran

Es viernes por la tarde. Se encienden los fogones de la cocina de la parroquia de Santo Tomás Apóstol, en Madrid. Varios voluntarios de la parroquia preparan la cena que llevarán por la noche los bocateros a la Cañada Real. A partir de las ocho van llegando, algunos vienen directamente de la universidad, de la biblioteca, del trabajo. En total se juntan cerca de treinta. Empiezan a cargar la furgoneta: comida, ropa, los focos para iluminar. Con este trasiego de fondo, Nachito (Ignacio Rodríguez), uno de los fundadores de bocatas, me cuenta cómo se organiza el proceso, la comida viene del banco de alimentos y de distintas donaciones. «Me sorprende que quieran saber de nosotros, de lo que hacemos en Bocatas, siempre hemos sido los últimos», dice de broma. Le acompaña un amigo de Santander, «siempre que paso por Madrid vengo a Bocatas, lo hago sobre todo por cuidar la relación con ellos». Se acerca Joaquín y como si tal cosa me cuenta entre risas que «cuando tenía diez años tuve un accidente y me quedé muy mal, estuve muchos años yendo a rehabilitación, con 18 tuve otro accidente, y aquí sigo, está claro que el Señor me quiere todavía por aquí». De pronto se pone serio y continúa su historia: «conocí a los de Bocatas en una fiesta a la que me invitó la fisioterapeuta con la que hacía rehabilitación, hace ya muchos años. Desde que les conocí no me he separado de ellos. Aquí me quieren como soy, con todas mis limitaciones, y veo que yo también puedo ser útil sin tener que dejar nada fuera».

Cuando está todo listo, una hilera de coches pone rumbo a la Cañada Real Galiana, el mercado de droga más grande de Europa, que está a pocos minutos en coche de Madrid. Cuando llegan allí ya hay un grupo de gitanillos esperándoles, como cada viernes nunca faltan a la cita. Se saludan con abrazos. «La semana pasada no viniste», dice Iván a uno de los chicos de Bocatas. José, un chaval de 18 años, empieza a gritar a todos que ha conseguido aprobar el carnet de conducir esa misma mañana. Está contentísimo.

En seguida montan su pequeño chiringuito: tres o cuatro mesas alineadas junto a una sencilla iglesia de ladrillo donde colocan ordenadamente la comida. Esta noche han traído pasta con tomate y queso, sándwiches, una macedonia riquísima, chocolate y zumo de naranja. En una esquina, un poco apartada, instalan otra mesa con ropa. En pocos segundos se acerca un grupo de unas diez personas, entre gitanos y drogodependientes, y se abalanzan sobre la ropa, todos buscan algo de su talla que llevarse, es difícil poner orden y la ropa se acaba rápido. El reparto de la cena es más tranquilo. A los que estaban esperando se suman algunos drogodependientes que van llegando, algunos van solos, agarran la comida tímidamente y se van, probablemente lleven días sin llevarse algo a la boca. Otros no quieren nada, simplemente vienen a charlar. Unos vienen por primera vez, otros estaban esperando a que llegara el viernes para pasar un rato con los amigos de Bocatas, como José y su primo Antonio. Al otro lado sucede lo mismo, porque cada viernes hay alguien nuevo en Bocatas, un grupo de universitarios que sigue a su profesor, un compañero de trabajo, el amigo de un amigo, chavales que buscaban alguna forma de ayudar y se han encontrado con Bocatas, creyentes y no creyentes, amigos de toda la vida y amigos recién encontrados.

Iñaki y Nacho son dos amigos canarios que están este año estudiando en Madrid, desde hace unos meses vienen todos los viernes a Bocatas. «Yo vengo porque me fío de Iñaki que me ha invitado, es uno de mis mejores amigos y sabía que iba a ser un bien para mí. Así ha sido. Bocatas se ha convertido en un momento esencial de la semana. Siempre me da pereza venir, pero luego nunca me arrepiento porque ver a estas personas y la necesidad que tienen me recuerda mi propia necesidad, la relación con ellos, cómo se les trata y cómo nos tratamos entre nosotros me ayuda a vivir el estudio, y las preocupaciones de toda la semana. Es un momento para pararse y volver a caer en la cuenta de que la vida va en serio».

Algunos, los más nuevos, se colocan detrás de las mesas y sirven la comida intentando que haya un poco de orden. Hay tres chavales que vienen, junto con un profesor, por primera vez. «Buscábamos algo en lo que poder ayudar», comenta uno de ellos. «Estamos un poco a la expectativa, a ver qué pasa aquí». Obedecen a cada cosa que se les pide y lo miran todo con ojos nuevos. Al otro lado de la cadena están cuatro amigos de la Universidad Francisco de Vitoria, es la segunda vez que vienen. Trabajan sonriendo y muy atentos a todo. «Con queso está mucho más bueno, ¿te echo un poco?», dice Marta, una de ellas, a los drogodependientes que se van rápido. Su amiga vigila que a nadie le falte de nada. Entre las dos apilan los tupper wares y los ofrecen por si alguien quiere repetir. Los chicos mientras tanto recogen la basura del suelo. «Después del otro día tenía muchas ganas de volver, estoy muy contenta aquí, no sé explicarlo pero estoy muy a gusto», me dice Marta. Y no hace falta que lo diga porque sus ojos la delatan. En la barra se apoya otro chico, también universitario de la Francisco de Vitoria, que va preguntando a todos los que se acercan «¿cómo te llamas?». En un momento determinado empieza a hablar de un trabajo que está haciendo en la universidad mientras dos chicos gitanos le escuchan alucinados.

Los que no reparten comida charlan tranquilamente con los que se van acercando. Un niño gitano de unos 8 años se acerca a dos chicas, Ana y Lucía, a pedirles el móvil para enseñarles un juego nuevo. Ellas no dudan en dejárselo. Explica Lucía: «es muy sencillo, somos muy amigos, nos han invitado a su casa que está allí (la señala) y han venido a las nuestras. Es una relación muy normal». En otro momento confiesa Ana: «yo llevo viniendo tres semanas porque me daba mucha envidia todo lo que contaban siempre de Bocatas». A esta conversación se suman dos chicos gitanos. Uno de ellos, Antonio, me pregunta: «¿Tú quién eres? ¿No habías venido nunca, no?», y añade: «si eres amiga de los de Bocatas eres amiga mía aunque no te conozca». Y comienzan a preguntarnos sobre nosotras y a contar de ellos. «He estado yendo a un curso de peluquería y he aprendido a cortar el pelo pero me han echado así que ahora no hago nada», dice uno. «Nos dedicamos a pasear por aquí», añade el otro riéndose.

La relación con estos chicos gitanos empezó hace ya cinco años. «Es una de las cosas más bonitas de los últimos años de Bocatas. Los gitanos y los drogodependientes no se mezclaban, al principio no querían que viniéramos y eran muy violentos, nos tiraban piedras y nos molestaban para que nos fuéramos, pero no nos fuimos. Los más jóvenes de Bocatas empezaron a hablar con ellos y poco a poco se hicieron amigos. La relación que hay ahora es preciosa, y todos los viernes están aquí juntos gitanos y drogodependientes como la cosa más natural del mundo», cuenta Chules (Jesús de Alba), responsable de Bocatas.

En otro círculo están hablando Joaquín y Marco, ambos voluntarios de Bocatas desde hace muchos años. Llevaban mucho tiempo sin verse. Están hablando de Miguel, un exdrogodependiente que dejó la droga a raíz de la relación con los de Bocatas y que ahora está recomenzando su vida. Les ha invitado a cenar a su casa. Me enseñan una foto que les ha mandado. «Este es Miguel», dicen sonriendo, y se quedan un buen rato los dos en silencio, mirando la foto. «Esta foto es muy importante porque sale con su hijo. Llevaba años sin ver a su hijo. Esto significa que ha rehecho su vida, y está feliz». Marco ya no vive en Madrid, pero siempre que pasa por la capital vuelve a la Cañada con sus amigos. A la pregunta de por qué lo hace responde: «yo tengo todo en la vida, tengo trabajo y me va bien, tengo dinero, pero me faltaba el sentido. Ayudar en Bocatas le da un poco de sentido a mi vida. Ahora estoy ayudando a una familia que conocí aquí, les pago el gimnasio a la madre y a la hija, y hoy hemos acompañado al padre a una nueva residencia porque está enfermo. Algunos sábados hemos subido a la sierra con los niños. Esto es lo que da sentido a mi vida».

Después de dos horas sirviendo comida, charlando con los mayores y jugando con los niños, todos se reúnen en círculo para pararse a mirar por qué hacen lo que están haciendo viernes tras viernes y ponerlo en manos del Señor. Mientras Chules habla los demás escuchan atentamente como si fuera la primera vez. Joaquín manda callar a los que tiene al lado, los chicos gitanos obedecen sin rechistar y empiezan a escuchar, aunque no entienden se fían de Joaquín. Chules recuerda de dónde viene la frescura después de 20 años haciendo Bocatas y reclama a recuperar la mirada de un niño. «Nosotros estamos aquí porque hemos encontrado algo grande en la vida. Y esto grande que hemos encontrado también sucede aquí en medio del infierno de la droga. El deseo de todos los que estamos aquí es el mismo». Aprovecha el momento para felicitar a Nachito, que hoy cumple años. «Qué mejor sitio que Bocatas para celebrar la vida». Tras estas palabras rezan juntos el Ángelus y vuelve cada uno a lo que estuviera haciendo.

Cuando termina el reparto recogen todo con el mismo cuidado con el que lo han montado –no se tira nada de comida–, cargan la furgoneta, apagan los focos y se despiden hasta la semana siguiente. En la despedida también hay abrazos. En el coche de vuelta, uno de los universitarios cuenta un malentendido que ha tenido con uno de los gitanos, él se había acercado a abrazar a una chica y el gitano lo había interpretado mal y había empezado a insultarle amenazándole con pegarle. «Me voy muy dolido porque este chaval es amigo mío, nunca me había tratado así. ¿Qué hago ante una situación así? Yo no me quiero pelear con él». Nachito, que conduce el coche, le escucha con ternura. La noche termina con una cena juntos en un Burger King.

Estas escenas se repiten viernes tras viernes desde el año 1996. Entonces tres amigos, Chules, Nachito y Jorge, empezaron a llevar bocadillos a los mendigos de la zona de Azca. Después se trasladaron a las Barranquillas, foco de la droga en Madrid hasta su desmantelamiento, y finalmente al sector 5 de la Cañada Real, un antiguo paso de ganado, en Valdemingómez. Allí viven 60.000 personas de forma ilegal sin pagar impuestos de ningún tipo. La única calle del poblado, en torno a la que se levantan las chabolas, es un continuo ir y venir de las cundas o también llamados “taxis de la droga” que hacen el trayecto desde la glorieta de Embajadores, en el centro de Madrid hasta Valdemingómez por cinco euros por persona. Antes de comprar la droga alguno para en el chiringuito de Bocatas.

Tras la noche en Bocatas, el sábado por la mañana, Chules me escribe: «Es absolutamente asombroso que la respuesta al dilema humano, a la fatiga, al deseo, al sufrimiento, al afecto, la sociedad, la política o la economía se haya presentado al mundo en una forma marginal, tan fuera del camino, tan desapercibida para el presente, el hoy del mundo, “pasando por uno de tantos”». Eso es Bocatas.

Fuente: Elena Santa María, Huellas (12/06/2017)