UN PUÑETAZO… Y ¿NADA MÁS?

Fue el domingo 16 de octubre a la una de la madrugada. Dos amigos y yo nos encontrábamos pasando un rato juntos, en un bar situado en una calle perpendicular a Plaza de España, nada fuera de lo habitual estaba sucediendo, simplemente una conversación tranquila acompañada de varias cervezas (una tarde normal y corriente), hasta que en frente de mí apareció un hombre con aspecto desaliñado, haciendo eses al bajar la calle, cargando una vieja  mochila, con botas raídas y un rostro que daba a entender que se encontraba en situación de calle, sumado a abuso de alcohol.

Un simple puñetazo me hizo no volver indiferente a mi casa

A mitad de camino ocurrió algo inesperado. Un tipo que iba vagando por la calle en dirección contraria al que había visto se cruzó con él y le dio un repentino puñetazo en la cara que hizo que cayese inconsciente al suelo, y ahí se quedó, con los ojos cerrados, sin muestra de expresión alguna, simplemente inconsciente.

La habitual tarde de amigos se quebró por un instante, quedándonos paralizados ante lo que había pasado, inquietos por no saber cómo estaba el agredido.

Tras gritos de paisanos al agresor (“¡hijo de puta!”, “¡cobarde!”…), que huyó diciendo, sin girar la espalda, que el otro iba a robarle, aquel hombre permanecía todavía abatido en la acera. Entonces sucedió algo que me ha hecho escribir ahora este texto. Un señor de mediana edad nos adelantó a todos los que estábamos alrededor, se acercó a él y, cogiéndole de la mano, logró que se levantara. Ante este gesto, lo único que hizo aquella persona sin hogar fue romper a llorar desconsoladamente y abrazar intensamente a aquel que le había tendido una mano, a aquel que se le había acercado para que pudiese elevar su cuerpo entero del sucio suelo de la calle.

Un simple puñetazo me hizo no volver indiferente a mi casa: algo ante mis ojos había sucedido y tenía que buscar una respuesta a ello, o, más bien, abrir preguntas a raíz de esta experiencia.

Tras un buen rato dándole vueltas, más allá del drama político y social de que cada vez existan más y más personas sin un techo bajo el que vivir en las grandes ciudades (Madrid, en mi caso), una palabra no hacía más que perseguirme y acorralarme ante lo que había visto; una simple palabra: fragilidad.

Este puñetazo me recordó la fragilidad del ser humano, como la del hombre que cae inconsciente al suelo tras un golpe de otro que aparece en su camino. ¿Fragilidad, en qué sentido? Fragilidad que marca la vida, y que versa entre la posibilidad y la necesidad. En la posibilidad es donde percibo esta fragilidad más vivamente: posibilidad de desarrollarse económicamente hablando, posibilidad de sentirse perteneciente a la propia vida —esto es, de no vivir desarraigado de lo que a uno le rodea—, posibilidad de tener amistad, pero, sobre todo, más allá de otros mil factores, posibilidad de dar una respuesta al drama de la vida, desde el abrazo de una madre a su hijo recién nacido, al puñetazo que dan a alguien en plena calle, o el puñetazo que recibimos al perder un ser querido, ante la injusticia o al sentir la impotencia frente al sufrimiento al que no encontramos sentido alguno. Somos frágiles porque no llegamos a abarcarlo todo, como finitos, limitados y pecadores que somos. Ante esta finitud surge la necesidad, necesidad de supervivencia material, necesidad de arraigo hacia el lugar en el que vivimos, necesidad de respuesta ante nuestra actividad día a día, pero, sobre todo, necesidad de compañía, recordando al buen samaritano: «¿Quién de los tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Y él le contestó: -El que se compadeció de él-. Jesús le dijo: -Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,25-37).

Vida en común, porque se trata del puñetazo y, sobre todo, de una mano que nos levanta día a día

Fragilidad ante el puñetazo, pero, un puñetazo… y ¿nada más? Podemos hablar de resiliencia, como ahora se suele decir, de aguante y fortaleza de uno mismo ante el dolor, ante el hoyo en el que nos vemos sumergidos cuando nos encontramos con el sufrimiento en la vida, pero, ¿qué hay del “otro”, de ese amigo o ese buen samaritano que viene a nosotros para recordarnos que, ante el puñetazo, existe una mano que viene y nos dice, ¡levántate, no solo estás tú aquí!?

Sin duda, apuesto por la recuperación de la conciencia del otro, la conciencia de que, siendo radical en este punto, sin la compañía, sin la conciencia del exterior, sencillamente no somos nada, no nos mueve nada en la vida. «Recuperación del otro como tarea pendiente», me decía un increíble profesor de la universidad en una tutoría esta semana, y no puedo estar más de acuerdo.

Como venía a decirnos Nietzsche en una frase genial del Ecce homo, pensamos únicamente en cuanto que caminamos, y caminar es vivir, y por ello caminamos y vivimos para poder pensar esta vida: esta vida que nos atrapa, que nos conmueve y de la que estamos enamorados; esta vida que, como decía Chules de Bocatas en un mensaje reciente, tiene la tarea de ser conquistada por nosotros. Esta vida en común, porque se trata del puñetazo y, sobre todo, de una mano que nos levanta día a día, instante tras instante.

«Los que están despiertos tienen un mundo en común, los que sueñan tienen uno cada uno»
Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1936.

Tommy «Hilfi» (24/10/2022)