¿De qué me sirve, triste, que la aurora
la oscura sombra de la noche ahuyente
y que corriendo el sol al occidente
venga la que las cosas descolora,
si el dolor de ordinario en mi alma mora
y agua en mis ojos hay continuamente
porque no puede ver el Sol ardiente
que el cielo empíreo alumbra y enamora?

Sor Ana de la Trinidad (Dolor humano, pasión divina, Logroño, Los aciertos, 2020).

Nos ha parecido que este poema expresa, de forma muy bella, que nada sino la Presencia de Dios -objeto último de deseo- puede saciar nuestro corazón, siempre anhelante de algo más. Reproducimos, a continuación, el artículo publicado por Francisco Pérez de los Cobos en el ABC el 14/10/2020.


«Gusto que a Dios sabe»

«Hay en sor Ana una voz propia, hecha en la lectura de los místicos de su orden, de santa Teresa y san Juan de la Cruz, pero también en la de fray Luis de León y, probablemente, en la de Garcilaso y Boscán, como demuestra la elección de la forma del soneto para sus versos. La sed de Dios y el placer del encuentro vertebran todo el poemario y producen hallazgos preciosos»

En cualquier país respetuoso con su patrimonio cultural, la publicación de la edición crítica de los diecinueve sonetos que escribió sor Ana de la Trinidad (Dolor humano, pasión divina, Ed. Los aciertos, Logroño 2020) y la atribución definitiva de los mismos a su autora, hubieran sido un acontecimiento cultural de primer orden. Entre nosotros, pese a la extraordinaria calidad de los poemas, ha pasado poco menos que desapercibida. Ni siquiera el hecho de que estos preciosos sonetos los escribiera una mujer que tuvo una empeñosa vida, ha suscitado curiosidad o interés, seguramente porque se da la circunstancia inconveniente de que esta mujer era una monja del siglo XVI y, para más inri, mística, lo que choca por completo con el «mainstream» ambiental. Que yo sepa, de entre los grandes diarios nacionales solo el ABC se ha hecho eco de la aparición, a la que dedicó un documentado artículo en su sección de cultura.

Sor Ana de la Trinidad, en el siglo Ana Ramírez de Arellano, fue una monja carmelita que vivió apenas treinta y seis años. Nacida en Alcandre en 1577, en una familia de noble estirpe navarra, se educó en el Real Monasterio de santa María de Herce, donde conoció la obra de santa Teresa de Jesús y decidió unirse al Carmelo. Pero sus padres tenían previsto para ella otro destino y se opusieron rotundamente a tal propósito. Debió ser Ana mujer de carácter porque, tras larga porfía, y en connivencia con las monjas del Carmelo de Calahorra, huyó una noche de su casa. Con tan mala fortuna, que fue interceptada por un familiar suyo y devuelta a Alcandre, sufriendo además en el trance un grave accidente del que le quedaron dolorosas secuelas de por vida. Movidos quizás por tan firme voluntad, sus padres dieron finalmente su brazo a torcer y consintieron el ingreso de Ana en el convento de Calahorra cuando tenía veinticuatro años.

Poco se sabe de su vida retirada, salvo el testimonio de quien fuera su priora, la también poeta sor Cecilia del Nacimiento, que destacó en ella las «mortificaciones ordinarias y extraordinarias que se acostumbraban» y su entrega a la oración en la que «se elevaba y le comunicaba el Señor revelaciones divinas». A sor Cecilia también debemos la conservación de sus versos y quizás la propia escritura de los mismos, pues cabe imaginar que ella, escritora y maestra de novicias, despertara en sor Ana la vocación poética, tan arraigada en el Carmelo reformado. Los diecinueve sonetos que constituyen toda la obra conocida de sor Ana, pues a su muerte encargó que se quemaran todos sus papeles, fueron un regalo que ésta hizo a sor Cecilia cuando dejó el convento de Calahorra para trasladarse a Valladolid.

Sor Cecilia los guardó celosamente, hasta el punto que durante mucho tiempo se creyó, pese a la muy dispar calidad de los versos de una y otra, que eran suyos. Tengo en mis manos la edición de sus Obras completas, que editó el padre José María Díaz Cerón en 1971 (Ed. de Espiritualidad, Madrid 1971) y, en efecto, allí aparecen, abriendo la parte de su obra poética, los diecinueve sonetos. La confusión se debió a que sor Cecilia había copiado los sonetos con su propia letra y fueron éstos hallados entre sus poemas. La atribución a su verdadera autora no tendría lugar hasta 1992 y por circunstancias azarosas: se encontró un cuadernillo que contenía el ramillete de sonetos con caligrafía distinta a la de sor Cecilia -probablemente de puño y letra de la autora- y un documento de la priora en el que hacía referencia expresa al regalo que recibió de sor Ana.

Pero todas estas circunstancias anecdóticas no tendrían ningún interés si no fuera por la maravilla de estos versos, que suponen un hito más en la que Cansinos-Assens llamó «la eterna sabia renaciente de nuestra tradición mística». Como con todo acierto señala el curador de la rigurosa edición, Jesús Fernando Caseda, encontramos en ellos todos los tópicos y toda la imaginería de la mística española, pero con qué intensidad, originalidad y belleza trabados. Hay en sor Ana una voz propia, hecha en la lectura de los místicos de su orden, de santa Teresa y san Juan de la Cruz, pero también en la de fray Luis de León y, probablemente, en la de Garcilaso y Boscán, como demuestra la elección de la forma del soneto para sus versos.

La sed de Dios, la dificultad de la unión mística y el placer del encuentro vertebran todo el poemario y producen hallazgos preciosos. El anhelo de Dios, al que vuelve una y otra vez, se describe, por ejemplo, así:

¿De qué me sirve, triste, que la aurora
la oscura sombra de la noche ahuyente
y que corriendo el sol al occidente
venga la que las cosas descolora,
si el dolor de ordinario en mi alma mora
y agua en mis ojos hay continuamente
porque no puede ver el Sol ardiente
que el cielo empíreo alumbra y enamora?

Dos bellos tercetos dan cuenta del encuentro con Dios;

«En soledad, de todo enajenada,
desnuda de mi ser y de mi vida,
para ser como fénix renovada,
en tu amorosa llama y encendida,
me arrojo, que si fuera allí quemada,
seré, cual salamandra, renacida»

El poema de mi predilección es el soneto dedicado a los ojos de Cristo, sucesión de imágenes que prefigura nuestra mejor poesía barroca:

«Linces de lo profundo y escondido,
balcones del amor, centros gloriosos,
alegres palmas, triunfos victoriosos,
piedras-toques del oro más subido,
espesas selvas donde me he perdido,
floridos paraísos deleitosos,
pozos de ciencia, senos misteriosos
y dulce suspensión de mi sentido;
sentencias de la muerte y de la vida,
cristales do se ve mejor el mundo,
soles que solos quitan mis enojos
y refugios del ánima afligida,
blancos do mi afición segura fundo,
son de Jesús los apacibles ojos».

En su búsqueda de Dios, quiso sor Ana anonadarse, pues era «tan sin medida su medida» que «nada la llenaba en lo criado». Con la muerte y la destrucción de sus papeles, que dispuso, lo hubiera conseguido para el mundo, mas contra su voluntad y para nuestra suerte, estos pocos sonetos le garantizan un lugar señero en nuestra Literatura.

Francisco Pérez de los Cobos Orihuel, Catedrático de la Universidad Complutense