Un grupo de voluntarios regala comida caliente en el hipermercado de la droga madrileño

El olor ácido del vertedero de Valdemingómez se entremezcla con el de la pasta con atún que emana una furgoneta. Es viernes por la noche en el sector 6 del asentamiento irregular de la Cañada Real y la inesperada lluvia que cae no es tan fuerte como para sofocar las hogueras que indican dónde se vende droga. Una veintena de jóvenes de la Asociación Pasión por el Hombre – Bocatas instala dos mesas metálicas y sobre ellas coloca decenas de tuppers con comida caliente, ensaladas, galletas, vasos de leche, pasteles y gelatinas. No le avisan a nadie de su llegada. Unos pocos toxicómanos se acercan ansiosos. Llenan nerviosos unas bolsas con hasta cuatro botes de comida y tantos refrescos como les permite el saco plástico. Uno coge todo el paquete ‘Chips Ahoy’ y se lo esconde bajo la chupa: «Shhh, no le digas a nadie», le advierte a una joven voluntaria. Mientras tanto, el tráfico de cundas se asemeja al de una gasolinera en hora punta.

Antonio, de 51 años, baja del coche con su amigo Nano, de 40. Su novia los espera dentro del vehículo mientras ellos cogen los alimentos. Dos, tres, cuatro bizcochos de manzana. Aunque la temperatura baja de los 10 grados, los amigos que vienen de la zona madrileña limítrofe con Guadalajara, no se ven seducidos por la comida caliente. «Mis chavales saben que los viernes les llevo cosas ricas. Aquí hay productos que si no los trajeran ellos, no los conoceríamos», cuenta Antonio. A pesar de los conflictos que surgen entre los gitanos y los yonquis en el poblado, en el que viven casi 3.000 personas, ambos concuerdan en que nunca se meten con los voluntarios. «No es solo porque regalan los alimentos, es porque hay que tener valor para meterse aquí», explica Nano.

Ignacio Rodríguez, uno de los fundadores de «Bocatas», asegura que en los siete años que llevan visitando la Cañada Real, prácticamente nunca han tenido problemas. «Una vez nos tiraron una piedra cuando nos íbamos y rompieron una luna del coche. No fuimos durante dos semanas y les dolió. Para ellos esto es un bien y lo agradecen a su manera», recuerda. Rodríguez explica que el voluntariado cristiano, que en sus 21 años se ha instalado en los túneles de Azca, en las Barranquillas y ahora al megamercado de la droga de Madrid, no tiene más pretensiones que dar de comer. «Lo que ha pasado es que hemos ido conociendo a la gente y hoy tenemos muchos amigos. Algunos nos invitan a sus cumpleaños y nos hemos ido de vacaciones una semana al mar con los que se han apuntado», afirma el fundador.

Voluntarios de «Bocatas» reparten frascos de leche a un residente de la Cañada Real. JAIME VILLANUEVA

«Bocatas», proyecto galardonado en la IV edición de los Premios al Voluntariado Universitario organizado por la Mutua Madrileña, ha logrado sacar de la droga a ocho adictos. Uno de ellos es Jesús Granados, de 50 años. Hoy, Granados es voluntario y vive en la parroquia Santo Tomás Apóstol. En el sótano de esta iglesia, los universitarios guardan y cocinan lo que les da el banco de alimentos para que lo repartan los viernes en la noche. «Cuando yo estaba enganchado vivía en las Barranquillas y ahí conocí a los de Bocatas. Yo no me sentía querido y ellos me empezaron a dar un amor que no había conocido», narra con emoción.

En el asentamiento, los voluntarios no son invasivos. Esperan cerca de la furgoneta que quienes quieran acercarse, lo hagan libremente. Si no, conversan entre ellos. Iván, un joven de 18 años que vive en la la zona más conflictiva de la Cañada real, les muestra unos vídeos de YouTube a Lucía y Jaime, voluntarios y amigos. Cuando se integra Aarón a la conversación, hablan de problemas amorosos. «Me llevo muy bien con los gitanos. Sus madres están encantados de que seamos personas normal y no unos racistas. Cuando tengo vacaciones los invito a mi casa», cuenta Lucía, de 20 años y que es voluntaria desde los 14.

Iván reconoce que no duerme tranquilo en las noches. «No me gusta aquí, la policía me pone nervioso, siempre pasa algo…», lamenta. En su iPhone 6 tiene la hora de Madrid y la de Los Ángeles, EE UU. Al comienzo de la noche dijo que cuando grande quería ser como el Chapo Guzmán o el Patrón, pero más tarde reconoció que quería ir a Hollywood y tener una carrera como actor. «Quiero salir en las películas, ser famoso. Pero no tengo dinero para el vuelo y me dan miedo los aviones», confiesa mientras revisa en una app del mapamundi qué hora es en cada ciudad de Norteamérica. 

Cuando ya no quedan rastros del sol sobre el campamento, se puede ver a contraluz de los focos de los coches a toxicómanos inyectándose en las pantorrillas. Rodríguez explica porqué no hay fila para coger alimentos y solo se acercan de a tres o cuatro: «Prefieren la droga que la comida».

El fundador del proyecto enumera los tres tipos de perfiles que acuden a por comida a la furgoneta de Bocatas, comprada con los 12.000 euros que ganó la asociación en la lotería: Los drogadictos que vienen en coche a comprar y antes de irse, cogen algo, los que viven en la entrada del sector 6, que se dedican a trabajos como encontrar las venas de los yonquis o avisar si viene un policía, y los residentes que están limpios con sus hijos.

Estampa bocatera

Cuando ya no queda nada de las 88 raciones de cada producto que llevaron los universitarios, se produce el círculo. Rezan a la Virgen María. Solo los niños y jóvenes del poblado se integran a la oración pero no responden. Casi a la medianoche, la furgoneta de «Bocatas» se suma a la caravana de coches que sale del campamento y se cruza con la fila que espera por entrar. Esta vez, no a por comida gratis.

Reportaje de Antonia Laborde – El País, 28/05/2017